La Cámara de Diputados ha aprobado extender la regla del Código Penal denominada “legítima defensa privilegiada” a tres situaciones en las que un miembro de las fuerzas de orden y seguridad hace uso de un arma letal. Si el Senado también lo aprueba, se escribiría el cuarto capítulo de una historia confusa. El Código Penal francés de 1810 limitaba la justificación de la muerte del agresor a los casos en que había defensa de la persona. A eso agregaba dos casos puntuales de defensa de la propiedad: el ingreso nocturno a la morada y el robo violento. Esas reglas fueron adoptadas por España en 1822 y por Bélgica en 1867.
En 1848 España se desentendió de las reglas francesas y autorizó ampliamente la legítima defensa, frente a agresiones tanto a la persona como a sus derechos. Esta amplitud la comparten hoy Alemania, Austria y Suiza. Como es comprensible, una autorización amplia suscita reparos de proporcionalidad entre medios y fines. Hay consenso en un principio: no se justifica la desproporción extrema.
En 1870 los redactores del Código Penal chileno adoptaron las reglas españolas de 1848, pero inconsistentemente añadieron una adaptación de la versión belga de una de las reglas francesas. Así, el Código Penal chileno de 1875 autorizó ampliamente la legítima defensa y “presumió” que sus requisitos concurrían cuando se rechazaba un escalamiento nocturno a la morada “cualquiera que sea el daño que se ocasione al agresor”. En 1954 fue incorporado a la presunción el otro caso francés, el del robo violento.
Es arbitrario presumir la concurrencia de los requisitos de la legítima defensa si se dan ciertos tipos abstractos de agresión, porque no hay razones empíricas que avalen esa inferencia. La finalidad de la regla recién se entiende cuando se advierte que ella opera justo de modo inverso a como se encuentra formulada. Lo que la regla razonablemente dispone es que, si efectivamente concurren los requisitos de la legítima defensa, entonces está justificada incluso la muerte del agresor en esos casos de agresión. Pero esa no es una presunción refutable, sino una declaración legal de proporcionalidad medio-fin.
En 1992 el legislador extendió el privilegio a la legítima defensa frente a casos graves de agresiones contra la persona. El proyecto de ley aprobado por la Cámara intensifica esa orientación, extendiéndolo ahora a agresiones graves a la persona del funcionario y al impedimento de la consumación de delitos graves contra las personas. Todos son casos obvios de proporcionalidad.
Si estas dos ampliaciones del alcance del privilegio se entendieran como la pura obviedad que son no habría problemas. Pero su redacción induce a hacer otra lectura, consistente en no necesitar comprobar en los hechos la ilegitimidad de la agresión, la necesidad racional del medio empleado ni la falta de provocación suficiente. Tratándose de funcionarios policiales esta lectura sería perversa, porque podría equivaler en la práctica a relajar las exigencias de control sobre la potencialidad letal de la propia actuación respecto precisamente de quienes están o deberían estar en condiciones de responder a mayores exigencias. Eso, si es que operara la presunción en los procesos penales, cuestión con la que tampoco se puede contar como un efecto cierto.
Carabineros, Investigaciones y Gendarmería necesitan leyes claras. La regla sobre legítima defensa privilegiada es el epítome de la confusión. Por eso ninguno de los cinco proyectos de Código Penal de los últimos diez años la contempla. Si el legislador quiere proteger procesal al funcionario mientras dura la investigación y el juicio, que establezca esas reglas en las leyes que corresponda. Y si quiere explicitar que la muerte del agresor está justificada en ciertos casos de legítima defensa, que lo diga así, sin eufemismos. Pero una cosa es que una muerte sea justificable cumpliéndose ciertas condiciones, y otra muy distinta, que no haya que probar cabalmente su cumplimiento para darla por justificada.