La religión del crecimiento

8 de Junio 2017 Columnas

Hay un vector fundamental del debate político en el cual derechas e izquierdas coinciden: sin crecimiento económico es poco lo que se puede hacer. Para unos, el crecimiento es consecuencia del libre despliegue de las capacidades humanas. Para otros, es la fuente que posibilita la redistribución.

Pero casi nadie visualiza un mundo en el cual mañana tengamos menos (o lo mismo) que tenemos hoy. La idea es que siempre hay que tener más.

La necesidad de incrementar la productividad está inscrita en el credo de la modernidad. Hubo una época -prácticamente durante toda nuestra historia como especie- en la cual los humanos vivíamos prácticamente al día. Nadie se preocupaba mucho de invertir con la esperanza de obtener un retorno futuro.

Si este año cultivábamos 10 hectáreas, para el próximo año cultivaríamos las mismas. A fin de cuentas, las bocas que alimentar eran más o menos las mismas.

Según el historiador Yuval Noah Harari, el estancamiento se explicaba en gran medida por la dificultad de financiar nuevos proyectos. Nadie prestaba plata para abrir nuevas rutas comerciales, investigar una posible cura para la peste o desarrollar nuevas tecnologías alimentarias. Era un círculo vicioso: había poco crédito porque la gente no creía que el crecimiento fuese posible y dicha creencia se basaba en que la economía estaba siempre estancada.

La confianza capitalista cambió las reglas del juego. La inversión es regla privada y pública. Emprendimiento e innovación son el resultado. No hay nada de natural en esto: la obsesión por el crecimiento no es una tendencia que compartamos con el resto de los mamíferos. Por eso nos acostumbramos a pensar que la economía era un juego de suma cero. Lo interesante es que la religión del crecimiento copó el horizonte ideológico. La gran discusión política del siglo XX fue acerca de la propiedad de los medios de producción: la derecha decía que la propiedad debía ser privada y la izquierda que debía ser colectiva. Pero nadie ponía en discusión la importancia de crecer. La propaganda de la Unión Soviética no se limitaba a subrayar la importancia moral de la solidaridad entre los trabajadores; con el mismo énfasis explicaba que el socialismo podía producir más y mejor.

En este sentido, la izquierda democrática contemporánea ya no clama por la estatización violenta de los medios de producción, pero sugiere que debiésemos revisar ese dogmático complejo gremialista con el Estado empresario. Es la tesis que promueve la economista Mariana Mazzucato. En corto: que el Estado tiene un rol primordial que jugar en áreas que tradicionalmente han sido asociadas al sector privado, especialmente aquellas que requieren de alta inversión. Ya lo ha hecho, sostiene Mazzucato. Recientemente en Chile, tanto Alejandro Guillier como Beatriz Sánchez se han referido a la idea del Estado productor o el Estado empresario en sus entrevistas. Sin embargo, nadie promete “crecer menos”.

(Interesantemente, Bachelet habló muy poco de crecimiento en su última elección, a diferencia de la anterior. No le prestó atención a la lección de Lula: para distribuir hay que agrandar la torta. Alberto Arenas fue juzgado por no generar un clima pro-crecimiento. Es injusto: esa nunca fue una promesa de campaña).

El problema que acarrea este consenso en torno al crecimiento es su efecto sobre la sustentabilidad ecológica. Si la promesa de izquierdas y derechas es que todos tendremos más -ya sea provisto por el estado o los particulares- entonces la Tierra sufrirá las consecuencias. Pinochet profetizó una vez que todos los chilenos tendrían auto y casa propia. Suena bien. Pero nuestras ciudades serían invivibles si aquello ocurriera. La democratización del consumo tiene una veta igualitaria, pero su realización total sería una pesadilla. Si todas las personas de China o la India tuviesen acceso a los grados de consumo de una persona afluente en Europa, el mundo se acaba pasado mañana. Sin embargo, ¿cómo no aspirar a aquello? ¿No se trata de eso la justicia? Recuerde que hubo una época -no hace mucho- en la cual se celebraba que todos pudieran viajar gracias a la aparición de las líneas áreas de bajo costo. Se había democratizado hasta el aire.

Pero esa bendición llamada Ryan Air o Easy Jet ha significado un incremento brutal en emisiones de gas de invernadero. Las personas más conscientes del cambio climático ya consideran que volar es éticamente problemático. ¿Será usted quien le diga a la familia que va por primera vez a Disney que no tiene derecho a hacerlo? Este no es el malestar de las elites del cual escribieron los sociólogos; es el malestar de lo que Francisco llamó la “casa común”.

Si nos tomáramos el problema en serio, estaríamos dispuestos a hacernos preguntas difíciles, preguntas que nos ponen entre la espada y la pared. Los seres humanos, para bien o para mal, tenemos poca capacidad de mirar lejos en el tiempo. Por tanto, se nos hace más fácil pensar en la posibilidad de colonizar nuevos planetas para sostener el tren de gastos antes que aprender a vivir con menos aquí en el nuestro. El problema ya no es la escasez. Es la abundancia que necesitamos producir para cumplir las promesas de izquierda y derecha. Mientras más democratizamos el consumo y el acceso, más en peligro ponemos al medio ambiente. Da lo mismo, a esas alturas, si los medios de producción los tiene el Estado o los privados.

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