Silenciar la expresión de una opinión, pensaba el más grande los liberales, es como robar a la humanidad. Es hurtarle algo a la generación actual y a la posterior, a quienes apoyan dicha opinión pero también a quienes disienten de ella. Pues si se trata de una opinión acertada, proseguía Stuart Mill, nos veremos privados de una oportunidad para salir del error y conocer la verdad. En tanto, si se tratase de una opinión equivocada, nos veríamos privados “de ese inmenso beneficio que consiste en una más clara percepción, en una más vivida impresión de la verdad, como consecuencia de la confrontación de ésta con el error”.
El amor de Stuart Mill por la libertad de expresión tenía una justificación utilitaria. Algo se pierde cuando las opiniones minoritarias -políticamente incorrectas, diríamos hoy- no pueden desplegarse en la discusión pública. Por eso no es buena idea silenciar a nuestros provocadores, ya sea usando la coerción legal o la presión social para que pierdan sus puestos de trabajo. En este contexto, hay un patrón entre lo que pasó con Rafael Gumucio -quien sostuvo que las tomas feministas eran básicamente elitistas y se le vino encima una campaña para removerlo de su posición académica en una universidad santiaguina-, Pablo Andrade -el (ex)director del Museo Histórico Nacional, a quien se le pidió la renuncia por incluir a Pinochet en una exposición sobre la libertad- y lo que le ocurre a José Antonio Kast cada vez que pisa una casa de estudios y debe enfrentarse a una funa más o menos violenta.
Provocadores todos. Gumucio entra al complejo debate sobre los contenidos del feminismo contemporáneo. No hace una observación particularmente nueva. Como describe Margaret Walters en su Introducción al Feminismo, el movimiento se ha encontrado varias veces con la crítica de que se trata de una revuelta de sectores educados de las capas medias y altas. Probablemente Gumucio no está al día en la literatura sobre interseccionalidad, pero sus comentarios sirven para que las intelectuales feministas nos eduquen al respecto. La exposición donde aparece Pinochet también es una provocación, pero una provocación intelectual sobre los usos de un concepto polisémico y esencialmente controvertido, tomando la expresión que acuñó W. B. Gallie. A lo largo de la historia -global y local- la libertad se ha entendido de distintas maneras y -al menos metodológicamente- es posible reflexionar sobre dichos usos sin comprometerse con su normatividad. Es decir, es posible analizar la manera en la cual la dictadura se sirvió del concepto sin celebrarla ni equipararla a las experiencias democráticas. Finalmente, Kast no hace más que representar el sentimiento del promedio del derechista chileno. Ni más ni menos. Que algunos grupos de la derecha estén virando ligeramente hacia posiciones más liberales lo hace parecer extremista, pero sus opiniones habrían sido la ortodoxia del sector hace apenas un par de lustros. No es cierto que sea un negacionista en el sentido problemático del término ni que ande por la vida incitando el odio. Tuve la oportunidad de entrevistarlo recientemente y busqué con sincero ahínco la evidencia que pudiera descalificarlo del debate civilizado. No la encontré.
Provocadores han existido siempre. Lo que define a nuestros tiempos es la reacción jacobina que suscitan. Evidentemente, los provocadores no tienen derecho a inmunidad. Deben someterse al tribunal de opinión pública y tenemos el derecho a barrer con sus ideas. Pero se cruza una delicada línea cuando negamos el derecho de opiniones provocadoras o impopulares a participar del debate y los situamos fuera de los márgenes de la convivencia democrática. Muchas veces lo hacemos espasmódicamente, sin mediar reflexión crítica sobre los méritos del argumento o empatía respecto del lugar donde se producen dichas opiniones, como si indignarse fuera una obligación moral y ofenderse un deber ciudadano. En ese sentido, no deja de ser una paradoja que la generación que goza de mejores perspectivas en materia de derechos en la historia sea tan proclive a sentirse vulnerada y violentada. Como si no hubiese nada que aprender de una opinión distinta, por último para refinar los argumentos que sirven para rebatirla. Como si fuese imperdonable que alguien no piense como uno. Como si necesitáramos la seguridad de que existen los malos para vivir con la certeza de que nosotros somos los buenos.
El problema de la reacción jacobina es que infunde un temor que silencia a los provocadores. En ciertos espacios, ése es el precio social que hay que pagar por navegar contra la corriente. Lo que resulta preocupante es que la autocensura se imponga en los lugares donde la provocación sirve de combustible para el pensamiento crítico, como museos y universidades. Estas instituciones no están para cobijar certezas sino para inspirar dudas y cuestionamientos. Es difícil llevar a cabo esa misión en un debate cercenado porque las opiniones que discrepan de la vanguardia del progreso han sido desterradas del ámbito de lo civilizado, de lo legítimamente discutible. Y en un debate cercenado perdemos todos, diría Stuart Mill.
Enamorarse de una teoría del progreso social tiene consecuencias: cuando no avanzamos al ritmo esperado, nos invade la frustración y nos baja la tentación de guillotinar reaccionarios. Quizás así se explique la ansiedad jacobina por bajar el umbral de tolerancia respecto de las opiniones admisibles en una sociedad pluralista. Quizás yo esté equivocado y ahora vengan por mí.
Algo se pierde cuando las opiniones minoritarias -políticamente incorrectas, diríamos hoy- no pueden desplegarse en la discusión pública.
Publicada en
The Clinic.