La privatización de las utopías y el trasnochado totalitarismo

8 de Octubre 2019 Columnas

El sujeto humano debe enfrentarse permanentemente a una condición fundante de su existencia: la del desamparo. El otro es entonces un auxiliar, un sostén que permanentemente intenta contener ese quiebre original. Por ello, los padres, la familia, los grupos, son ámbitos que ayudan a procesar esto.

En cada época esa situación se constituye históricamente. Así como los 60-70 fueron años que daban cuenta de la emergencia de relatos conducidos por visiones de mundos, perspectivas ideológicas y promesas de novedad y futuro fundadas en utopías colectivas; hoy enfrentamos el impacto de la postmodernidad, y a las consecuencias de su discurso aparentemente unificador y globalizante.

Quisiera plantear al respecto que la caída del muro de Berlín (simbólicamente), sintetiza claramente, en la tremenda opulencia estética de su destrucción, el derrumbe estrepitoso de un modo de construcción social, al que podríamos caracterizar como la última utopía colectiva. Junto con el muro que cae, emerge de forma arrolladora la emergencia de un modo de vida que para el ex asesor del Departamento de Estado de los EE.UU , Francis Fukuyama va expresar el fin de la historia (aunque él pone en duda esto posteriormente). Este concepto nos anuncia la supremacía eterna del liberalismo, y la cancelación de cualquier promesa de novedad, canonizando el aparente triunfo final de la sociedad neoliberal y de la asignación de recursos por el mercado. Frente a esto se desencadena la imposibilidad de establecer cualquier proyecto colectivo y la fragmentación del tejido social en la multiplicidad y legitimidad de los proyectos privados.

La privatización de las utopías, transformados en competencias individuales y la instauración de un discurso dominante que se postula sin fracturas, totalizador, la eterna repetición de lo mismo, produce la experiencia de la inutilidad de toda acción colectiva, la cual se transforma en una ilusión neurótica sin sentido, e incluso puede oler a un trasnochado totalitarismo, (como si el presente estado de cosas no nos revelara un totalitarismo mucho más solapado, un autoritarismo más insidioso, pero tremendamente eficaz). Asistimos hoy a la ilusión de un marco donde se ofrece la convivencia de la multiplicidad de subjetividades, pero que en realidad son re-alineadas y pulverizadas en los hechos desde la homogeneidad planetaria. Hoy en la marginalidad y en los bordes, en los límites civilizadores de nuestras sociedades, aparece de modo más claro y directo la sintomatología que resulta de la exclusión y de la ausencia de fundamento, pero también la evidencia de un cuerpo que resiste a su normalización.

Es por ello que se ofrecen , como formas anestesiadoras de este dolor que percibimos, múltiples ofertas del mercado: la drogadicción, el consumo de tranquilizantes, el consumo invalidante de lo audiovisual, las ilusiones de la autoayuda, o la identificación enajenadas con las figuras montadas desde las grandes centros de poder, a desprecio de la propia subjetividad, en una tarea alienante, que convierte en alienígenas a los habitantes de su propio territorio.

El surgimiento de gurués diversos (desde lo new age o caudillos populistas, o religiosos) son una de las expresiones manifiesta de esta necesidad de anclarse a un discurso que devuelva un fundamento ausente (retorno de los fundamentalismos). Esta ilusión de un camino que hay que desentrañar o que está prefijado a un horizonte prometido es la cara nueva de una ilusión antigua y permanente: la de suponer un sentido a descubrir, o de un sentido pre existente que haga tolerable el peso de la existencia frente al aparente sin sentido de la muerte y a la dificultad para sostener desde sí mismo esa construcción posible de una respuesta que siempre se articula con otros.

Publicada en RH Management

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