La perversidad del nacionalismo

30 de Enero 2019 Columnas

Escribo estas líneas luego de haber leído las “Memorias” de Stefan Zweig, el escritor austriaco que publicó, entre otras, biografías profundas y de buena factura literaria sobre María Antonieta y Joseph Fouché. Y lo hago, como siempre, intentando sacar —aunque sea a trazos gruesos y sueltos— algo en limpio que nos permita pensar nuestro presente. Un presente que, como el de Zweig, parece estar supeditado a la incertidumbre política y al resurgimiento de una de las más perversas ideologías modernas: el nacionalismo.

Zweig vivió en una época (1881-1942) en la que Europa pasó de ser un lugar relativamente seguro y predecible a una tierra de nadie, marcada por la violencia de ambas guerras mundiales y el devenir de posiciones dogmáticas que arrojarían por la borda cualquier tipo de advenimiento pacífico entre las naciones en lucha. Si hay algo que influenció la obra de Zweig fue su convencimiento más absoluto de que las fronteras geográficas son construcciones humanas y subjetivas; y que, por ello mismo, pueden, de vez en cuando y de forma justificada, ponerse en tela de juicio.

La idea de que la soberanía nacional depende de fronteras inamovibles se retrotrae al siglo XIX, cuando los Estados que conocemos en la actualidad comenzaron, ayudados por la tradición y las culturas locales, a diseñar los mapas, censos y museos (esa conocida triada propuesta por Benedict Anderson) que dan razón de ser a sus respectivas nacionalidades. Que ello sea así no quiere decir sin embargo que las naciones sean inscripciones selladas así no quiere decir, sin embargo, que las naciones sean inscripciones selladas en piedra, ni mucho menos el resumen fidedigno de cuanto supuestamente acontece en un territorio determinado. Como reza una antigua frase mexicana: “En México hay muchos Méxicos”.

Pero, a pesar de lo anterior y de lo mucho que hemos aprendido, henos aquí otra vez enfrentados al nacionalismo. Trump es, sin duda, un nacionalista de marca mayor, como lo son también los partidarios más fervientes del Brexit. El rechazo a la inmigración por razones culturales y/o raciales es igualmente odioso, aunque en este caso la cuestión es incluso más molesta, pues bordea con la ignorancia y el fatalismo de los populistas que, día tras día, se autoproclaman los únicos y verdaderos portavoces del “pueblo”.

No se trata de abrir las fronteras a la inmigración indiscriminada. No obstante, me pregunto si acaso Zweig no habrá estado en lo correcto cuando se plantó ante sus lectores como un “ciudadano del mundo”. Aun cuando dicha postura estuvo lejos de impedir el advenimiento del nazismo o del comunismo de tipo nacionalista, puede servirnos como ejemplo a la hora de decidir qué tipo de sociedad —abierta o cerrada— queremos legar a nuestros hijos. Parafraseando a Karl Popper, me inclino indiscutiblemente por la primera opción.

Publicada en La Segunda.

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