La partida de un librero

27 de Junio 2021 Columnas

Podría asegurar que fue mi amigo Rodrigo Moreno, cuando era un joven profesor, el que nos recomendó la librería Crisis. Acostumbrado a las amplias y comerciales librerías de Viña del Mar, ir a la avenida Pedro Montt y entrar a ese lugar me generaba, cuando era estudiante, cierto aire de intelectualidad.

Alejado de los libros comerciales y de grandes editoriales, en este espacio, ubicado frente al Congreso, se podían encontrar libros de verdad. Me refiero a ediciones únicas que en otras partes se habían agotado rápidamente. Obras que uno pensaba desaparecidas y otras que solo conocíamos a través de fotocopias mal tomadas con frases subrayadas por otros.

Saco a la luz este recuerdo a raíz del lamentable fallecimiento del dueño de la librería Crisis, Mario Llancaqueo. Mentiría si dijera que fui amigo de Llancaqueo. No me atrevía más que a preguntar por el precio de algún libro, quizás, porque en el fondo, me sentía poca cosa, un novato frente a otros intelectuales que conversaban con don Mario de forma distendida.

Un recuerdo imborrable en este lugar fue haber encontrado el Libro Negro de Giovanni Papini, el complemento de Gog, el texto que despertó en mí el amor por la lectura de algo más que tratara sobre fútbol, cuando estaba terminando la educación media. Dar con este texto fue como entrar en el ropero de Lewis y abrazar un mundo infinito de obras.

Para un viñamarino, no se trataba solo de ir por un libro, sino de una experiencia que se complementaba con una visita a la sombrería Woronoff, una especie de museo del sombrero, con cientos de formas y estilos que se resistían a las nuevas modas.

Después de haber admirado los sombreros y comprar en Crisis algún libro que quizás nunca terminé de leer, venía el remate en la gran bodega Bacigalupo. Ahí mi interés era muy específico: 250 gramos de charqui que el encargado sacaba de un contenedor de plástico azul y en el que me habría gustado sumergirme.

Ese era el alimento para el regreso a Viña que masticaba como un rumiante ante la mirada desconcertada del resto de los pasajeros de la micro, que no entendía por qué no me conformaba con un chicle. Y es que el charqui me transporta a los orígenes de Chile. No se trata solo de una trivialidad, en una época donde no existían los refrigeradores, ni las conservas, sin charqui no habría viaje a América, no habría conquista y, seguramente, no habría surgido Chile tal como lo conocemos ahora.

Lo de la librería Crisis no era una casualidad, Valparaíso se diferenciaba, hasta antes del 18 de octubre de 2019, por tener librerías de mayor calidad académica que Viña del Mar. Mientras en la ciudad jardín estaban las librerías de grandes cadenas para los best seller, libros escolares y libros de regalo, en el puerto se encontraban, junto a Crisis, aquellas enfocadas en temas de estudio. A unas cuadras de la librería de Mario Llancaqueo está la librería de la Pontificia Universidad Católica luciendo unos de los más completos catálogos de la historia de Valparaíso. Y varias cuadras más hacia el puerto, otro espacio tan mágico como la librería Crisis, Ateneo.

Si en la serie Seinfield existía el nazi de la sopa que obligaba a sus clientes a su estricta disciplina, en Valparaíso el dueño de la Ateneo sometía a los clientes a confiar de su memoria privilegiada respecto a lo que tenía o no tenía. Y, si existía, eran sus hijas las encargadas de encontrar el libro, siempre envuelto en plástico para evitar el polvo, pasárselo a los clientes para que estos decidieran si iban a comprarlo o no, siempre bajo la mirada inquisidora de su propietario.

Ahora que lo pienso, Ateneo era la Nemesis de Crisis. Mientras en la última uno podía pasar el día leyendo y revisando lo que quisiera, en Ateneo no había espacio para la duda. Dos mundos iguales, pero al revés, la librería normal, Crisis, versus la librería bizarra, Ateneo.

Aunque dejo fuera varias librerías en esta columna, estas se mantienen firmes como testimonio de una vida intelectual que surgió con el puerto desde sus inicios republicanos. Diarios como El Mercurio de Valparaíso dan cuenta de esta actividad a partir de 1830, en adelante, con anuncios de textos que llegaban de Europa y, posteriormente, con publicaciones locales. Valparaíso, a través de muchas imprentas fue, desde hace mucho antes que surgiera el festival que lleva el nombre, un puerto de ideas, como lo ha ido testimoniando Ernesto Guajardo a través de su investigación.

De ese Valparaíso solo quedan algunas luces, luces que se van apagando con los nuevos tiempos por la crisis económica, cultural, social o, simplemente, porque así es el ciclo de la vida, como ocurrió con Mario Llancaqueo.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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