La paradoja de Valparaíso

3 de Diciembre 2017 Columnas

Carlos Peña comienza su último libro, “Lo que el dinero sí puede comprar”, reflexionando sobre la paradoja de Chile. Se refiere específicamente a aquel fenómeno que, de vez en cuando, sorprende a analistas, sociólogos y periodistas. Nos habla de esa especie de fractura que existiría entre la vida personal y la esfera pública. Peña entiende que “los chilenos (y chilenas) están simultáneamente felices y molestos; integrados y a la vez apocalípticos; adaptados y al mismo tiempo disconformes”.

Sin pretender profundizar en los interesantes planteamientos del columnista, me atreveré a subrayar sus esfuerzos por argumentar que el fenómeno está lejos de tener un carácter idiosincrásico o peculiar. Al contrario, sostiene que más bien parece ser una problemática típica de la modernidad. En su particular estilo, el columnista nos demuestra que el tema -para nuestra sorpresa- ha sido abarcado desde hace siglos por autores como Rousseau, Kant, Marx, Durkheim, entre muchos otros. En esta línea, llama especialmente la atención su referencia a los planteamientos de Hegel. Y es que, en la visión del pensador alemán, los individuos modernos entenderían que la libertad de la que gozan es independiente -o a pesar- de las instituciones, las cuales se percibirían más bien ajenas y poco valiosas.

Más allá de la insatisfacción que provoquen la labor de ciertas instituciones o autoridades, el problema es que se perciba el mundo social como una verdadera “casa ajena”, disociada por completo de la “casa propia” que representaría nuestra vida personal.

Pero, ¿por qué referirnos a esta discusión filosófica sobre la paradoja del bienestar en el hombre moderno? Pues, en parte, porque nos podría ayudar a comprender de mejor forma los resultados obtenidos en la última encuesta P!ensa 18 sobre la calidad de vida de los habitantes de nuestra región. Si Peña nos habla en el inicio de su libro sobre la paradoja de Chile, podríamos perfectamente reflexionar sobre la “paradoja de Valparaíso”.

Este año 2017, el índice general de percepción de calidad de vida elaborado por P!ensa alcanza los 461 puntos -de 1.000 posibles-, lo que supone una baja de 34 puntos respecto al año 2014. Pero más allá de eso, contrastan los 657 puntos de satisfacción con la vida con los 247 de transporte público, o con los 265 de equipamiento urbano. Mientras casi todos los encuestados se declaran felices, la gran mayoría está insatisfecho con los servicios de salud, con las medidas en seguridad, con la calidad del transporte y con el mantenimiento del espacio urbano.

Esto sugiere que el fenómeno descrito por Peña no es ajeno a la realidad de nuestra región, donde también parece existir esa disociación entre la “casa ajena” y la “casa propia”. Teniendo esto claro, nos damos cuenta de que el desafío parece ser incluso mayor del que pensábamos. El mismo columnista nos recuerda que tanto Hegel como Rawls fueron enfáticos al señalar que sería una tarea de la filosofía política aquella reconciliación entre la vida social y la vida privada del hombre moderno. Esto no es menor, pues, en esos términos, debería ser una preocupación esencial del relato de quienes aspiran llegar al poder. Por el momento, lo cierto es que esta inquietud intelectual sigue brillando por su ausencia en el discurso político.

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