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La muerte de Balmaceda

Hablar de Balmaceda es hacerlo sobre una de las crisis más grandes de la historia de Chile, el fin del presidencialismo, inicio del parlamentarismo y el fracaso de este nuevo sistema que tuvo a la constitución de 1925 como su corolario.
Gonzalo Serrano

Gonzalo Serrano

Doctor en Historia
  • Doctor en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile, 2012.
  • Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
  • Licenciado en Humanidades, Ciencias de la Comunicación y Ciencias de la Educación, Universidad Adolfo Ibáñez.
  • Periodista  y Profesor, Universidad Adolfo Ibáñez.
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Tal como reseñó mi amigo Rodrigo Moreno hace unos días, a través de la fundación Roberto Hernández y la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso se lanzó el libro “La muerte de Balmaceda”, que reúne algunos escritos del cronista porteño Roberto Hernández, publicados en el diario La Unión, a propósito de los cincuenta años del fallecimiento del mandatario.

Aunque Moreno ya se refirió al libro, me gustaría centrarme en otros aspectos que surgen a partir de esta obra y que, a mi juicio, resultan atingentes al momento que estamos viviendo.

El primer punto tiene relación con la época cuando escribió Hernández. Si lo pensamos, es un ejercicio similar a escribir hoy sobre el Golpe de Estado de 1973, sucedido hace 49 años. Tal como pueden imaginar, en cinco décadas, “ha corrido mucha agua bajo el puente” y tanto los recuerdos de los acontecimientos, sus causas y particularidades se van distorsionando conforme pasan los años. Así mismo ha sucedido con la figura de José Manuel Balmaceda, como con la de Salvador Allende.

Esta conexión temporal va más allá. El mismo Allende poseía una alta valoración del mandatario fallecido, como también conciencia de la forma como fue variando su juicio histórico hasta transformarlo en objeto de culto. De hecho, hoy pocos asocian a Balmaceda con un dictador como fue común en la época. Así también ha ocurrido con Allende, símbolo de la izquierda y sobre quien gran parte ha olvidado los errores y problemas que tuvo para gobernar dentro de su propia coalición.

En esta misma línea, Hernández escribe sobre Balmaceda a partir del recuerdo de haber vivido la guerra civil de 1891, cuando tenía poco más de diez años y haberlo hecho, además, en provincia. Esto es relevante. En el prólogo de David Aceituno y Ricardo Iglesias, que introduce la obra, se hace una revisión historiográfica de Balmaceda. Los artículos de Hernández son interesantes porque nos muestran, en contraposición con lo que plantea Pablo Neut, mencionado en este estudio preliminar, que Balmaceda sí era popular en regiones, tal como evidencia el cronista cuando señala: “Durante el Gobierno de Balmaceda se hicieron más obras que en el periodo que va de 1810 a 1886”.

Este recuerdo adolescente se suma a la imagen crítica que se fue cultivando del parlamentarismo. Cada error de este sistema era un punto a favor del balmacedismo.

Si vamos al corazón de las crónicas de Hernández sobre Balmaceda, éstas nacen de la preocupación que le generaba el hecho de que la decisión del suicidio del mandatario haya sido una acción premeditada. Debemos trasladarnos a los tiempos de Hernández y comprender el juicio categórico que existía por parte de la Iglesia Católica contra quienes atentaran contra su vida. Aunque en la Biblia no sea concluyente en este punto, durante la Edad Media se comenzó a cultivar la idea de que el suicida tenía como castigo el infierno y ese era el tenor que se mantenía en tiempos de Hernández.

Por esta razón, el cronista se esfuerza por justificar el suicidio de Balmaceda como un acto que tenía como objetivo fundamental salvar la República, proteger a su familia y evitar que la Legación argentina, donde estaba escondido, fuese atacada por una turba enardecida. Sin embargo ¿interpretamos este suicidio como acto de valentía o de cobardía? Varias de sus cartas revelan el temor a ser víctima de humillaciones.

En relación con esto, la semana pasada hablé de Hitler y su suicidio. Me faltó mencionar que las medidas extremas como el cianuro, un balazo y la solicitud de que quemaran su cuerpo fueron para evitar ser víctimas del vejamen público que sufrió Benito Mussolini y su pareja Clara Petacci colgados de los pies en la plaza.

¿No ocurrió algo similar con Balmaceda? Hay que recordar que 22 días antes de su muerte, los héroes de la Guerra del Pacífico, defensores del Presidente, los generales José Miguel Alcérreca y Orozimbo Barbosa, fueron asesinados por los congresistas y sus cadáveres desnudos fueron paseados en carretilla por las calles del puerto en medio de la algarabía de un público ávido de venganza.

Además del testamento político de Balmaceda en que insinúa este temor, se suma la última carta dedicada a su esposa, Emilia Toro. La misiva causa impresión, pero en el sentido negativo, el mandatario aparece más preocupado del juicio histórico, de sus bienes, sus hijos e incluso la criada, pero ni una palabra de cariño dedicado a su pobre esposa.

Finalmente, hablar de Balmaceda es hacerlo sobre una de las crisis más grandes de la historia de Chile, el fin del presidencialismo, inicio del parlamentarismo y el fracaso de este nuevo sistema que tuvo a la constitución de 1925 como su corolario. Gracias a Hernández conocemos un capítulo más de esta compleja historia respecto de la que falta mucho por investigar y escribir.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

La muerte de Balmaceda

Hablar de Balmaceda es hacerlo sobre una de las crisis más grandes de la historia de Chile, el fin del presidencialismo, inicio del parlamentarismo y el fracaso de este nuevo sistema que tuvo a la constitución de 1925 como su corolario.

Tal como reseñó mi amigo Rodrigo Moreno hace unos días, a través de la fundación Roberto Hernández y la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso se lanzó el libro “La muerte de Balmaceda”, que reúne algunos escritos del cronista porteño Roberto Hernández, publicados en el diario La Unión, a propósito de los cincuenta años del fallecimiento del mandatario.

Aunque Moreno ya se refirió al libro, me gustaría centrarme en otros aspectos que surgen a partir de esta obra y que, a mi juicio, resultan atingentes al momento que estamos viviendo.

El primer punto tiene relación con la época cuando escribió Hernández. Si lo pensamos, es un ejercicio similar a escribir hoy sobre el Golpe de Estado de 1973, sucedido hace 49 años. Tal como pueden imaginar, en cinco décadas, “ha corrido mucha agua bajo el puente” y tanto los recuerdos de los acontecimientos, sus causas y particularidades se van distorsionando conforme pasan los años. Así mismo ha sucedido con la figura de José Manuel Balmaceda, como con la de Salvador Allende.

Esta conexión temporal va más allá. El mismo Allende poseía una alta valoración del mandatario fallecido, como también conciencia de la forma como fue variando su juicio histórico hasta transformarlo en objeto de culto. De hecho, hoy pocos asocian a Balmaceda con un dictador como fue común en la época. Así también ha ocurrido con Allende, símbolo de la izquierda y sobre quien gran parte ha olvidado los errores y problemas que tuvo para gobernar dentro de su propia coalición.

En esta misma línea, Hernández escribe sobre Balmaceda a partir del recuerdo de haber vivido la guerra civil de 1891, cuando tenía poco más de diez años y haberlo hecho, además, en provincia. Esto es relevante. En el prólogo de David Aceituno y Ricardo Iglesias, que introduce la obra, se hace una revisión historiográfica de Balmaceda. Los artículos de Hernández son interesantes porque nos muestran, en contraposición con lo que plantea Pablo Neut, mencionado en este estudio preliminar, que Balmaceda sí era popular en regiones, tal como evidencia el cronista cuando señala: “Durante el Gobierno de Balmaceda se hicieron más obras que en el periodo que va de 1810 a 1886”.

Este recuerdo adolescente se suma a la imagen crítica que se fue cultivando del parlamentarismo. Cada error de este sistema era un punto a favor del balmacedismo.

Si vamos al corazón de las crónicas de Hernández sobre Balmaceda, éstas nacen de la preocupación que le generaba el hecho de que la decisión del suicidio del mandatario haya sido una acción premeditada. Debemos trasladarnos a los tiempos de Hernández y comprender el juicio categórico que existía por parte de la Iglesia Católica contra quienes atentaran contra su vida. Aunque en la Biblia no sea concluyente en este punto, durante la Edad Media se comenzó a cultivar la idea de que el suicida tenía como castigo el infierno y ese era el tenor que se mantenía en tiempos de Hernández.

Por esta razón, el cronista se esfuerza por justificar el suicidio de Balmaceda como un acto que tenía como objetivo fundamental salvar la República, proteger a su familia y evitar que la Legación argentina, donde estaba escondido, fuese atacada por una turba enardecida. Sin embargo ¿interpretamos este suicidio como acto de valentía o de cobardía? Varias de sus cartas revelan el temor a ser víctima de humillaciones.

En relación con esto, la semana pasada hablé de Hitler y su suicidio. Me faltó mencionar que las medidas extremas como el cianuro, un balazo y la solicitud de que quemaran su cuerpo fueron para evitar ser víctimas del vejamen público que sufrió Benito Mussolini y su pareja Clara Petacci colgados de los pies en la plaza.

¿No ocurrió algo similar con Balmaceda? Hay que recordar que 22 días antes de su muerte, los héroes de la Guerra del Pacífico, defensores del Presidente, los generales José Miguel Alcérreca y Orozimbo Barbosa, fueron asesinados por los congresistas y sus cadáveres desnudos fueron paseados en carretilla por las calles del puerto en medio de la algarabía de un público ávido de venganza.

Además del testamento político de Balmaceda en que insinúa este temor, se suma la última carta dedicada a su esposa, Emilia Toro. La misiva causa impresión, pero en el sentido negativo, el mandatario aparece más preocupado del juicio histórico, de sus bienes, sus hijos e incluso la criada, pero ni una palabra de cariño dedicado a su pobre esposa.

Finalmente, hablar de Balmaceda es hacerlo sobre una de las crisis más grandes de la historia de Chile, el fin del presidencialismo, inicio del parlamentarismo y el fracaso de este nuevo sistema que tuvo a la constitución de 1925 como su corolario. Gracias a Hernández conocemos un capítulo más de esta compleja historia respecto de la que falta mucho por investigar y escribir.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.