Y todo cambió. Hace menos de un año se celebraba la acomodación identitaria constitucional (porque “es hermosa”); y entonces vino el batatazo ciudadano del 4 de septiembre y sabemos cómo siguió la historia. Los rostros ayer rodeados de un halo profético, asoman ahora serios, con un rictus de incomodidad, como ruborizados después de una noche de excesos, y sostienen que el país no estaba preparado, que era demasiado visionario, que no se puede ir más rápido que el pueblo…
Tonterías. El problema no es el exceso de visión sino su total ausencia.
Las políticas de la identidad han sido el opio de la Izquierda desde que quedó dado tumbos desconcertada en un mundo que perdió su teleología historiográfica con la caída del muro. Las “guerras de los campus” (que han dejado un reguero de víctimas) eran ya famosas en los colleges norteamericanos a comienzos de los 90. Eric Hobsbawm lo había dicho claramente el 96: “el proyecto político de la izquierda es universalista: es para todos los seres humanos… la política de identidad no es esencialmente para todos sino solamente para los miembros de un grupo específico”.
Algunos años después la buena nueva identitaria fue voceada en nuestro país, hasta germinar y florecer, por una generación pura de espíritu justiciero y evangelista, que reclamaba que la Izquierda renovada local, cobarde y sin convicción, no era sino neoliberalismo travestido de socialdemocracia; y esa Izquierda, vaya uno a saber por qué, les dio la razón.
Pero las identidades son excluyentes. Son celosas y reclaman lealtades, aglutinan a los que se parecen a uno, pero desconfían de los “diferentes”, en los que, autoafirmativamente, se proyectan características negativas; y así se va desmantelando lo común. Entonces, azuzados por nuevos emprendedores, se despiertan los monstruos que llevamos dentro, y se empieza a reclamar otra identidad amenazada, una nacional, patriota, etc. Piense en el alza de las derechas nacionalistas en el mundo. No es casual que el Partido Republicano defienda sus enmiendas constitucionales porque reflejan “su identidad”.
Pero si la política es sobre identidades, el conflicto está programado. Porque ¿quién quiere negociar su identidad?
En cada uno de nosotros yacen tendencias evolutivas hacia la comunalidad, el grupo, la tribu. La hormona oxitocina nos hace preferir a los cercanos, pero a costa de los otros. Y las neuronas espejo nos permiten vivir la vida mental de los otros generando empatía, pero sólo cuando comparten nuestra matriz moral. Y así, no es raro que nos pongamos a hacer coreografías grupales, pero tampoco lo es que comencemos a marchar con los camaradas en armas. Para controlar estas tendencias debemos recurrir, consciente y laboriosamente, al dique de la razón y del universalismo. Después de todo, la razón es lo que compartimos todos, lo que nos permite ponernos de acuerdo a pesar de nuestras muchas diferencias. Sin ella, si todo es identidad y pertenencia, solo queda la pesadilla del poder.
Publicada en La Segunda.