La ley del equilibrio

17 de Noviembre 2019 Columnas

En la hora más oscura, cuando la noche del martes Chile ardía por los cuatro costados, Sebastián Piñera decidió apostar por el acuerdo y no lanzar los militares a la calle. Su comité político lo había convencido que, a pesar de las señales en contrario, las negociaciones entre oficialismo y oposición mostraban avances relevantes, y que el arribo a un entendimiento en materia de cambio constitucional era posible.

48 horas después, los partidos políticos –desde la UDI hasta el Frente Amplio- daban una de las mayores muestras de madurez y responsabilidad de las últimas décadas, firmando un acuerdo para el inicio del proceso constituyente. Salvo el PC, que inexplicablemente decidió excluirse, todo el espectro de fuerzas con representación parlamentaria puso su firma a un cronograma con procedimientos y plazos claros; que permite a la gente optar en un plebiscito entre una comisión mixta con participación equivalente de parlamentarios y ciudadanos, y una comisión constitucional con la totalidad de sus integrantes electos de manera directa, lo que en la práctica supone una asamblea constituyente.

Pero más allá de plazos y procedimientos, la gran clave política de este proceso es el quorum acordado, es decir, el que todas las normas del nuevo texto constitucional deban ser aprobadas por 2/3 de los constituyentes en ejercicio. De algún modo, es un criterio no sólo jurídico sino también sociológico, que implica reconocer y asumir la naturaleza plural de nuestra comunidad política, apostando por el equilibrio y la moderación en los resultados que se plasmen en el nuevo texto constitucional.

En un país donde tanto la derecha como la centroizquierda obtienen en promedio más de un 40% en elecciones generales, el filtro de los 2/3 asegura que no habrá más alternativa que la negociación y el entendimiento entre las distintas sensibilidades políticas que existen en el país. Dado que en los hechos se parte de una “hoja en blanco”, sólo podrán arribar al nuevo texto los contenidos de más amplio consenso, generados por una mayoría transversal que, en caso de no obtenerse, obligará a dejar la materia objeto de disenso fuera de la Carta Fundamental, para ser abordada luego como contenido de ley.

Este criterio es quizás lo más novedoso e inesperado del proceso constituyente que ahora se inicia, una disposición que exhibe madurez y responsabilidad, moderación y búsqueda de equilibrio. Inesperado, sin duda, porque muestra a los actores del sistema político asumiendo el peso y la legitimidad existencial de sus adversarios, reconociendo de facto que una nueva Carta Magna, elaborada en democracia por procedimientos participativos, está obligada a dar cuenta de la pluralidad que en la actualidad define a la sociedad chilena. No una lógica de exclusión o de imposición, sino de integración y mínimos comunes, es seguramente la razón por la cual los sectores que se miran a sí mismos desde la superioridad moral y que incuban pretensiones totalitarias, observan todo esto con una visible o subterránea decepción.

Circunstancias inesperadas terminaron abriendo las puertas para que la sociedad chilena pueda finalmente abordar uno de sus grandes déficits de las últimas décadas: el disenso sobre la legitimidad de su constitución política. Una realidad que, más allá de las diversas posiciones sobre la materia, ha implicado una enorme dificultad para poder construir acuerdos en torno a los desafíos que van imponiendo las sucesivas contingencias.

Llegó entonces la hora de resolver este desacuerdo histórico, de asumir colectivamente este imperativo; son los ciudadanos los que tienen ahora en sus manos el poder soberano, los que deberán plasmar en sus decisiones el nuevo “contrato social” que regirá los destinos del país en las próximas décadas.

Publicada en La Tercera.

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