¿La amarilla de todos?

3 de Julio 2017 Columnas

Desde el triunfo en Yungay en 1839 hasta su representación en la camiseta de la selección nacional, la bandera ha logrado instalarse de forma oficial y particular en el corazón de los chilenos.

La formación de las primeras repúblicas latinoamericanas fue un proceso político, económico e ideológico que tenía una serie de implicancias de carácter práctico y simbólico. Una nación debía poseer, además de una estructura, una serie de símbolos que la identificaran y que le permitieran crear vínculos entre sus ciudadanos.

El paso de una monarquía a un estado moderno implicaba la transformación del súbdito del rey en ciudadano de la república, un tránsito complejo en el que los argumentos pasionales podían resultar bastante más útiles y menos complejos que los racionales.

En este camino, la instauración de símbolos nacionales era fundamental para desvincular a los habitantes de las nóveles repúblicas de todo lo que evocara a la majestad del monarca. Consecuente con este objetivo, los gabinetes republicanos debían incluir banderas, escudos, himnos, etc.

Para el caso de Chile, y en una demostración más de que la primera junta de Gobierno del 18 de septiembre de 1810 estuvo muy lejos de constituir un acto independentista, los primeros símbolos republicanos surgieron recién dos años después de este acontecimiento.

Uno de los emblemas iniciales fue la bandera. El 1 de julio de 1812 José Miguel Carrera estableció que los colores debían ser azul, blanco y amarillo. Aunque la mitología nacionalista señale que la fundamentación de esta selección se debía a la representación de la majestad popular, la ley y la fuerza o a las características de la naturaleza, el cielo, la nieve y los campos de trigo, lo más natural es que esta elección haya surgido por otras razones, menos elevadas como pudo haber sido la disponibilidad de tela de la que haya dispuesto Javiera Carrera.

La presentación oficial de la bandera impuesta por Carrera ocurrió unos días más tarde, para la conmemoración de la independencia de los Estados Unidos, declarada treinta y seis años atrás. Un hito que ha sido eclipsado por la Revolución Francesa y cuya trascendencia para nuestra historia pareciera no estar lo suficientemente aquilatada.

Las razones que determinaron la desaparición del primer emblema nacional son bastante conocidas. La invasión realista, las luchas por la independencia y el cambio de mando en la dirección de este proceso de José Miguel Carrera a Bernardo O´Higgins, transformaron la bandera azul, blanco y amarilla en un símbolo del carrerismo.

La actual bandera, cuya concepción todavía no está del todo clara, salió a la luz pública el 18 de octubre de 1817, luego de los triunfos patriotas contra las fuerzas monárquicas y como parte de la nueva era, al mando de O´Higgins.

El cambio de emblema permite cuestionarnos respecto a la adopción de ciertos símbolos. Una lectura lineal de los hechos reduciría la adopción de una y otra bandera a un tema de poder. Sin embargo, sería despreciar a los habitantes de una república y reducirlos a meros títeres de la autoridad de turno.

Hay símbolos que se adaptan y adoptan mejor que otros. El mejor ejemplo es la comparación de la bandera con el escudo. Este último, con un huemul que la mayoría de los chilenos jamás ha visto y un cóndor que sólo se ve en las zonas cordilleranas, más una frase que actualmente es políticamente incorrecta, no posee el mismo efecto que la bandera.

Esta última, en cambio, ha logrado sintonizar con una población que sí se siente identificada por este emblema. Desde el triunfo en Yungay en 1839 hasta su representación en la camiseta de la selección nacional, la bandera ha logrado instalarse de forma oficial y particular en el corazón de los chilenos. Una muestra más de que los procesos de construcción nacional surgen desde arriba hacia abajo, pero también desde abajo hacia arriba.

A doscientos años de su izamiento oficial, cuesta imaginar otros colores distintos a los que posee nuestra bandera. Más allá de la racionalidad que hubo detrás de este proceso, hubo otros factores, difíciles de identificar, que crearon un nexo permanente e indisoluble con este emblema nacional.

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