Dos vidas que crecían en las antípodas compartieron esta semana un destino trágico; llevadas por la soledad y el sinsentido, ambas terminaron fundiéndose en ese abismo donde cohabitan el suicidio y el crimen. Un lugar sin límites que ronda siempre demasiado cerca, pero al que nuestra distancia e indiferencia cotidiana prefiere mantener oculto. Hasta que sale a la luz y remece, obligándonos a contemplarlo y a contemplarnos en él, para sublimarlo después y volver a ocultarlo debajo de la alfombra.
En un extremo, Katy Winter, una adolescente de 16 años, hermosa y con talento para la música; hija de una familia acomodada y alumna de un colegio de elite; llena de posibilidades y con toda la vida por delante, decide suicidarse en el baño de una cafetería. ¿El motivo? Un presunto bullying realizado por compañeros, amigos o conocidos, después de un carrete de fin de semana. El corolario, una existencia truncada por una decisión dramática, difícil de entender, de la que aparentemente no hubo señales previas y que deja una familia desgarrada y una comunidad escolar sumida en el dolor.
En el otro extremo, Ariel Mena, un joven de 18 años, habitante de la población Lo Hermida, hijo de la pobreza y la marginalidad, criado en la violencia y el consumo de drogas, sin registro de escolaridad, con 21 detenciones previas, ingresa en la oscuridad de la noche a una casa en la comuna de La Reina, ataca con cuchillo a sus moradores y una de las víctimas, mujer de 63 años, fallece como consecuencia de las heridas. Ariel, ahora será juzgado como adulto, arriesgando una condena que puede dejarlo tras las rejas por el resto de sus días. En opinión de los expertos, su caso es un buen ejemplo de las fallas que exhiben los programas de rehabilitación asociados al sistema penal juvenil, una “falla” que esta vez deja a una mujer asesinada y a un joven en la cárcel por muchísimo tiempo.
Con todas sus diferencias, ambos hechos tienen algo en común: representan dos formas de suicidarse en los extremos de la pirámide social, adolescentes que llegan a un punto extremo en el que sienten que la vida no les deja más alternativa que la muerte, de un otro o de sí mismo, mientras la sociedad que debía acogerlos y ampararlos, no supo o no pudo hacer nada. En un caso, con todos los medios económicos disponibles; en el otro, en la más absoluta precariedad.
Resulta demasiado fácil y cómodo decir ahora que frente a este tipo de tragedias la sociedad tiene siempre una innegable responsabilidad; igualmente fácil y cómodo es decir que no tiene ninguna. Los casos de Katy y Ariel son, hoy día, fieles testimonios del país que estamos construyendo, de sus dramas cotidianos, de sus amargos contrastes, de las decisiones que tomamos y de las que dejamos de tomar. Es cierto: estos testimonios dramáticos conviven con muchos otros que no lo son, con situaciones que muestran una dimensión vital mucho más optimista y esperanzadora.
El problema es que no pocas veces nuestro optimismo y esperanza, mezclado con una buena dosis indiferencia, llevan a no mirar realidades como las que se hicieron visibles esta semana y, lo que es más grave, a no hacer nada para intentar prevenirlas..
La soledad y la incomunicación en la que hoy viven muchos jóvenes y adultos, es la paradójica consecuencia de un tiempo donde nunca hubo más avances y disponibilidad de medios de comunicación.
Publicada en
La Tercera.