Inviernos porteños, Valparaíso en el siglo XIX

3 de Junio 2017 Columnas

El inicio de junio marca el comienzo del invierno y la llegada de las lluvias a la zona. Aunque a veces la cantidad de agua caída pudiese parecer irrelevante, termina siendo suficiente para inundar las calles y complicar la vida de sus habitantes, en especial en aquellas localidades compuestas por numerosos cerros como Valparaíso.

Rodolfo Urbina, autor de una de las más completas historias de la ciudad, “Valparaíso. Auge y Ocaso del Viejo Pancho 1830-1930”, describe las complicaciones que vivía el Puerto por estas fechas durante el siglo XIX: “El invierno era un infierno, en verdad. Desde los cerros bajaban las avenidas de agua y lodo, causando los mismos desastres de antaño”.

El mismo historiador calcula que para mediados del siglo XIX, Valparaíso contabilizaba 533 cauces en los cerros y 837 en el plan. Algunos, por supuesto, más importantes que otros, destacando entre todos el estero de Las Delicias que hoy yace bajo el pavimento de la avenida Argentina. Cada vez que se salía este Estero, la calle Victoria sufría las consecuencias y terminaba, inevitablemente, inundada.

Frente a esta situación, surgieron diferentes ideas que permitieran resistir de mejor forma las lluvias, respecto de lo cual agrega Urbina: “Todos los inviernos los mismos anegamientos. Y los proyectos, porque ideas no faltaban para neutralizar los desbordes, y hasta hubo un plan que consistía en hacer un gran canal a lo largo de todo el anfiteatro, a los pies de los cerros, siguiendo sus sinuosidades para recoger el agua descargada por las quebradas y ser vaciada finalmente al mar por su extremo oriente. Una utopía como tantas otras”.

Otro autor, Recaredo Santos Tornedo, contemporáneo al periodo, confrontaba el supuesto progreso del Puerto decimonónico tomando como ejemplo lo que sucedía en la calles en la época de invierno: “En unas estaciones son intransitables por los grandes lodos que se forman por las lluvias, y en otra se respira el aire pestilente y enfermizo cuando estos lodos empiezan a secarse con los aires del sol”.

A pesar de todo, con la llegada del invierno en Valparaíso sucedía algo curioso: los que estaban arriba de los cerros y que eran los más pobres, se beneficiaban con la lluvia, mientras que los de abajo, las familias más pudientes, sufrían sus consecuencias. En ese sentido, los aguaceros eran un alivio para quienes vivían en los cerros, pero una calamidad para los del plan, como menciona María Teresa Figari en un texto sobre el “Valparaíso Infausto”. Los temporales de invierno, señala Figari, limpiaban los cauces, “llevándose las excreciones y las casitas. Entonces, los desechos animales y humanos descendían presurosos por las pendientes naturales, bordeando los ranchitos paupérrimos si podían verse arrastrados junto con las nauseabundas materias”.

El anecdotario porteño incluye que por este tiempo, la ciudad se mantuvo intrigada con una serie de robos que ocurrían por el misterioso ingreso de los ladrones por inaccesibles segundos pisos y balcones de las casas. El enigma se resolvió cuando se descubrió que los delincuentes aprovechaban la inmundicia de las calles para ocultar una escalera en el barro que desenterraban en las noches para ingresar a los hogares por las terrazas.

Para completar este cuadro, hay que recordar que hace 170 años, cuando los restos del asesinado ministro Diego Portales quisieron ser trasladados a la capital, la carreta no pudo ser movida durante varios días por causa del abundante barro.

Aunque la situación nos puede resultar caótica cada vez que llueve, hay que imaginar el agua de lluvia mezclada con las aguas servidas, el lodo y la pestilencia que acompañaba cada una de estas jornadas hace ciento cincuenta años. A pesar de sus defectos, el Puerto es un lugar mejor que antes, aunque todavía quede mucho por hacer.

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