Hacer clases en tiempos de pandemia

31 de Mayo 2020 Columnas

Hace unas semanas, un estudiante universitario escribió a El Mercurio quejándose de lo complicado que era ser alumno en tiempos de pandemia, el estrés que le producía tener que rendir una prueba y estar expuesto a horas y horas de clases on line. La carta era una alerta más de un sentir que las instituciones de educación superior ya estaban percibiendo, cada vez con más fuerza. A partir de estos antecedentes, sumado a los paros de algunas carreras, algunas universidades decidieron detener sus actividades una semana. Unas lo llamaron consolidación de aprendizajes, semana de ajuste o descanso, etc.

Lo que no han considerado los alumnos, en una constante durante estas últimas décadas, es ponerse en el lugar del profesor y su situación. Mientras en muchos cursos el estudiante tiene la oportunidad de apagar la cámara y escuchar la clase en pijama desde su cama o incluso desde el baño, los profesores estamos obligado a mostrarnos, abrir nuestro mundo privado, revelar cómo es nuestro hogar y tener que lidiar con todo lo que ahí ocurre. Desde el sonido del citófono, las peleas de los niños, el ruido de una aspiradora, la cadena del baño y, en mi caso, los ladridos de los perros. A esta tensión por tratar de mantener un clima de normalidad dentro del “aula virtual”, hay que sumar el miedo a que se interrumpa la señal, se congele la imagen y se pierda la conexión de todos. Sumen a eso la indolencia de los estudiantes que apagan sus cámaras, algunos por vergüenza y otros por flojera, lo que hace que los profesores tengan que hacer las clases frente a decenas de pantallas oscuras en interminables monólogos.

El fenómeno de la invasión del espacio privado, en todo caso, no es nuevo. Nunca las horas asignadas han sido suficientes para que los docentes puedan resolver todo en una oficina o sala de profesores. El hogar siempre ha sido una segunda oficina. Quienes conviven con profesores, pueden dar fe de noches y fines de semana dedicados a la corrección de pruebas y carpetas que se arrumban en la mesa del comedor con el permanente riesgo de recibir manchas de café, manjar o palta.

Ahora se agrega esta otra dinámica, triste y estresante, pero a la vez desafiante, en el sentido de que nos ha obligado a lidiar con las nuevas tecnologías que antes les parecían una pérdida de tiempo, por no decir demasiado complejas.

En consecuencia, el drama o angustia no solo es de los alumnos, sino también de los profesores. Sería bueno que los estudiantes lo entendieran, pero también los apoderados, que piden la devolución o reducción de los costos de la educación. Unos porque sus ingresos se redujeron y, sinceramente, no pueden seguir pagando. Otros porque ven la educación como un bien de consumo que no se está entregando como esperaban, como si la pandemia fuera culpa de los profesores, o porque ven la educación no como un proceso, sino como “un servicio de café que no se está entregando” como ellos esperaban.

Sin embargo, en medio de toda esta crisis, nuestra obligación, como profesores, es educar y tratar de poner las cosas en contexto. Mientras nosotros nos quejamos de que los alumnos hacen memes y stickers con nuestra imagen y los estudiantes, de que tienen tantas pruebas que no pueden dormir del estrés, hay otras personas en Chile que están viviendo con la angustia de no saber cómo mantener a sus familias sin poder salir de sus casas.

Asimismo, es bueno que los profesores y estudiantes tomemos como ejemplo a los profesionales de la salud, que han debido alejarse de sus familias para dedicarse por completo a tratar de frenar las muertes producto de la pandemia. Si algunos les rinden tributo tocando bocinas y aplaudiendo en los balcones, profesores y estudiantes deberíamos hacerlo siguiendo su ejemplo de sacrificio, primero dejando de quejarnos y, luego, dedicándonos de lleno a tratar de hacer nuestro máximo esfuerzo: unos aprendiendo y estudiando y otros enseñando con la misma pasión como si en cada clase salváramos una vida.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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