Hace unas semanas atrás en el día internacional de la felicidad, la Organización de Naciones Unidas lanzó un nuevo informe sobre la felicidad en el mundo. El estudio, que lleva realizándose hace 7 años, compara 156 países a través de metodologías científicas y con una compleja variedad de medidas reconocidas como válidas de bienestar subjetivo.
Sin entrar en profundidad en la metodología del estudio, llama la atención que Chile, entre 156 países, ocupa en lugar 26, siendo en 3° en Latinoamérica en la satisfacción de la calidad de vida percibida por los propios habitantes. Las diversas medidas utilizadas, particularmente los afectos positivos y una escala de percepción sobre el propio bienestar, correlaciona positivamente en el estudio en general con otras mediciones tales como el apoyo social, las expectativas de vida y salud al nacer, la capacidad de ejercer la libertad personal, la generosidad y, en menor medida, la percepción del grado de corrupción en la sociedad.
Si fuera por las cifras, por cierto que nos podemos sentir orgullosos de lo que estamos viviendo como país. Sin embargo, la vivencia cotidiana de quienes convivimos en nuestra sociedad, nos hace cuestionar qué es lo que realmente estamos viviendo.
Los datos de salud mental (o enfermedad mental, para ser precisos), el aumento del suicidio adolescente y de los adultos mayores, los femicidios y el aumento de la percepción de inseguridad ciudadana, así como la percepción de estrés psicosocial, contrastan seriamente con las cifras de la felicidad.
¿Qué es lo que nos ocurre? ¿Cómo explicar esta disonancia entre una evidencia y otra? ¿Qué es lo que le ocurre al alma de los chilenos?
Como algunos autores lo han sugerido, los síntomas que vivimos son la expresión del malestar de la modernidad y, probablemente, la evidencia de una cierta disociación que se profundiza en la subjetividad de las personas. Lo que sucede es que es muy difícil decir que no estamos bien. Es muy complejo quejarse de la vida que estamos viviendo cuando la televisión muestra el drama que viven algunos países de los que hemos recibido muchos inmigrantes y se es muy incomprendido cuando tenemos pena, rabia, dolor o frustración.
Cierto exitismo irracional y cierta sobrevaloración de lo políticamente correcto, nos lleva a negar que “la procesión va por dentro”, que la sociedad no siempre es la que nos gusta y que estamos cansados, tristes o desesperanzados en nuestra cotidianeidad.
La sociedad, como la vida, tiene de dulce y de agraz, de altos y bajos, de alegrías y penas. Lo clave no es tanto decir que somos felices o que estamos satisfechos de la vida que tenemos, si realmente no es así, sino vivir bien, plenamente y con intención. Rescatar los ritos cotidianos de la conversación en familia, con amigos, con los desconocidos que nos acompañan en nuestro trayecto es una posibilidad. Dejar de mirar el celular o el Tablet y reencontrarse en la mirada honesta con los otros y reconstruir los lazos sociales que nos hicieron grandes como país, nos permitirán no sólo integrarnos, comprendernos y aceptarnos, sino fundamentalmente poder aceptar la vida tal cual es y tal como la queremos vivir.
Publicada en El Dínamo.