Imagine que se encuentra sufriendo malas condiciones de salud, con una mala calidad de vida, quizás con dolores o sufriente, y sin posibilidad de recuperación. Quizás la muerte es inminente. ¿No debería acaso tener la opción de ejercer un derecho para poner fin a su vida en las mejores condiciones posibles si es que así lo estima? Esto se conoce como muerte asistida, que incluye la eutanasia (cuando un tercero ejerce la agencia que, siguiendo la voluntad del paciente, acaba con su vida) y el suicidio asistido (cuando el paciente mismo la ejerce, limitándose un tercero, como un médico, a posibilitarla).
Hace pocos días la Corte Constitucional ecuatoriana decretó la “inconstitucionalidad condicionada” del artículo que sanciona con prisión el homicidio simple incluyendo la eutanasia, posibilitando a pacientes en ciertas condiciones (por establecer) el acceso a la eutanasia. Así se suma a una creciente lista de países (los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Colombia, Canadá, Nueva Zelanda, España, y Portugal). Hay otros países, como Suiza y Alemania, y estados en federaciones, en que el suicidio asistido es legal. También en Chile se ha propuesto una modificación a la Ley 20.584 sobre los Deberes y Derechos de los Pacientes que posibilitaría la eutanasia. Se trata de una legislación de la mayor importancia y urgencia cuyo debate es necesario reactivar a la brevedad.
El interés en el cómo y cuándo morir se relaciona estrechamente con nuestro interés en la forma de nuestra propia vida. Si a usted le importa cómo vivir, le tiene que importar como morir. Quizás usted comparte la opinión de Séneca de que “Si se nos da opción entre una muerte dolorosa y otra sencilla y apacible, ¿por qué no escoger esta última? Del mismo modo que elegiré la nave en que navegar y la casa en que habitar, así también la muerte con que salir de la vida.” Y es que hay ocasiones en que la muerte no daña al que muere, sino que lo beneficia: si el último capítulo de su vida está caracterizado por elementos que le quitan valor a su vida, como dolor y sufrimiento, y usted los quiere evitar, entonces la muerte, al evitar la ocurrencia de esas cosas, lo beneficia.
No hay buenas razones para considerar estas prácticas como éticamente ilícitas, y en sociedades plurales, liberales y democráticas, tampoco las hay para prohibirlas. Cuando lo que otorga valor y sentido a la propia vida ya no está disponible o está pronto a desaparecer, y la muerte inminente o el tipo de vida posible hasta su acontecer impide que lo esté en el futuro, no hay ninguna razón plausible para que la comunidad política le niegue a una persona competente la posibilidad de ponerle fin, accediendo para ello a la asistencia que requiera. Se trata de un último acto de autonomía que nadie, tampoco el Estado, debiese poder impedir.
Publicada en La Segunda.