Ética y coronavirus: lo que nos debemos los unos a los otros

5 de Abril 2021 Columnas

La pandemia nos sitúa frente a decisiones difíciles y muchas veces trágicas. Es decir, decisiones en que cualquier curso de acción implica una pérdida relevante. En ocasiones se presentan como dilemas éticos. ¿Hay un curso de acción éticamente correcto para hacerles frente?

Un dilema ya clásico de tranvías puede ilustrar la situación. Imagine que estando cerca de los rieles, ve un tranvía sin conductor acercarse velozmente. En los rieles hay cinco personas y usted tiene certeza que morirán atropellados si el tranvía continúa su marcha. Cinco personas morirán sin que usted pueda impedirlo. Afortunadamente en ese momento nota que se encuentra junto a la aguja que cambiará la dirección del tranvía. Sigue con la vista la dirección alternativa, y descubre que hay una persona en los rieles que morirá atropellada si activa la aguja. ¿Qué hacer?

Del dilema del tranvía, introducido primeramente por la filósofa Philippa Foot, hay incontables variaciones. Es usual presentarlo como una contraposición entre dos modos de razonamiento moral: el utilitarismo y la deontología. El primero nos conmina a maximizar la utilidad esperada, mientras que la segunda nos conmina a cumplir irrestrictamente nuestros deberes y a respetar los derechos de los otros. Desde la perspectiva del utilitarismo lo correcto es activar la aguja. Si lo hace, morirá una persona, pero cinco vivirán, lo que maximiza la utilidad. Por el contrario, si usted determina deontológicamente su acción (al menos en algunas de sus interpretaciones), lo correcto parece ser omitir: al activar la aguja matará activamente a una persona, y esto va contra su deber fundamental de no matar y viola el derecho a la vida de esa persona.

El dilema pandémico suele presentarse en términos similares. Usualmente se suele presentar como uno ente salvar vidas mediante medidas restrictivas y salvar la economía. Este es, por cierto, un acercamiento imperfecto a lo que está en juego.

Dado que una estrategia eficiente para aplanar la curva de contagios y así salvar vidas implica distanciamiento social, muchos Estados en el mundo han decretado medidas restrictivas de libertades y derechos fundamentales. Pero como bien sabemos, estas restricciones tienen efectos profundamente negativos. Somos seres sociales que han logrado su enorme éxito evolutivo mediante estrategias de cooperación. Estar separados de los otros atenta contra esa herencia evolutiva y, tal como los ratones en los experimentos de laboratorio, nos torna agresivos; pero el encierro también afecta el sentido de nuestro propio valor y nos deprime (sobre todo a los jóvenes, cuyo valor propio probablemente aún depende fuertemente de sus pares); se incrementan y agudizan los problemas de salud mental; aumenta la violencia intrafamiliar; las restricciones afectan las posibilidades educativas, sobre todo de los más desaventajados, de un modo profundo que se proyecta al futuro: probablemente el 2020 y quizás el 2021 entraran a la historia como los años en que impedimos a millones de niños superar la precariedad. El desempleo y la falta de renta impide cumplir con obligaciones básicas, como aquellas que tenemos hacia nuestras familias. Además, como atestiguan los estudios de felicidad subjetiva, nos hace profundamente infelices. Pero las consecuencias van más allá. Como han mostrado estudios realizados en una situación de crisis económica profunda, perder el empleo implica perder a lo largo de toda una vida un año y medio de vida estadística. Así considerado, la vida de aquellos salvados hoy mediante las medidas restrictivas se obtiene a costas de la vida en el futuro de los desempleados producto de la crisis hoy. También intentar ingresar al mundo laboral en una situación de crisis va acompañado de múltiples consecuencias negativas en el futuro, como menor renta, mayor prevalencia de enfermedades como cáncer, incremento de conductas riesgosas como consumo de alcohol y drogas, así como de más fracasos matrimoniales y menor tasa de fecundidad. Y esto es sólo una pincelada tosca de lo que está en juego.

Si usted se guía por la deontología pareciese ser que tiene que implementar todas aquellas medidas restrictivas requeridas para salvar las vidas de los que hoy enferman o podrían enfermar de coronavirus. Esto es lo que exigen muchos expertos en salud pública (corrientemente más preocupados de salvar vidas y no tanto de su calidad), así como muchos políticos (preocupados de capitalizar votos por recurso al miedo atávico a la muerte).

Sin embargo, este curso de acción es inaceptable. En primer lugar, como vimos, no se trata solo de ponderar vidas contra otros bienes, sino también de ponderar vidas hoy contra vidas mañana. En segundo lugar, las muchas pérdidas deben ser consideradas: la ansiedad, la depresión, la violencia sufrida por tantas mujeres, las brechas educativas y lo que eso implica en el futuro, etcétera, no pueden irse por el desagüe de la ducha higienizante contra el coronavirus sin siquiera ser notadas. En tercer lugar, no es este el modo como nosotros experimentamos nuestra vida individual y social. Cada uno de nosotros realiza permanentemente ponderaciones entre su vida y, por ejemplo, disfrutes hedónicos. Usted lo hace cada vez que bebe sus copas o prende un cigarrillo (¿o acaso no sabía que el alcohol y el tabaco matan?). Y como sociedad jamás hemos pretendido entender el derecho a la vida como uno que implique cualquier acción para protegerla. Considere los accidentes de tránsito con efectos letales. Muchas de esas muertes serían fácilmente evitables si tan sólo optásemos por mejor infraestructura, más fiscalización y, fundamental, disminuyésemos drásticamente las velocidades máximas. Y no lo hacemos. ¿Por qué? La mitad de la respuesta es que implicaría desviar recursos de otras actividades que también son valiosas para nosotros, aunque no tienen nada que ver con salvar vidas (por ejemplo, orquestas juveniles). La segunda mitad es que nosotros y todos los productos nos movilizaríamos más lentos, y no estamos dispuestos a renunciar a esos aspectos relativos a nuestro bienestar.

Por el contrario, la perspectiva utilitarista posibilita hacerse cargo de todas las consecuencias. Desde esta perspectiva mucho parece indicar que la maximización de la utilidad esperada implica medidas más laxas. Después de todo son muchos los que sufren las consecuencias negativas de las medidas restrictivas, toda una sociedad. Agregativamente se trata de pérdidas enormes. Tal como en el caso del tranvía, se trata de escoger el curso de acción que maximice la utilidad. Sin embargo, tampoco una posición exclusivamente utilitarista resulta plausible. Considere el siguiente caso:

Imagine que camino al trabajo divisa a un niño pequeño ahogándose en una pileta poco profunda. Con excepción de usted, no hay nadie que pueda salvarlo. Así que se apresura, entra a la pileta, pero en el momento que va a introducir sus manos en el agua cae en cuenta que tiene puesto un reloj carísimo. Si introduce las manos en el agua, el reloj se dañará irreparablemente. Y dado que es un reloj tan caro, cuenta con un muy complicado sistema de apertura, de modo que cuando consiga retirarlo, el niño ya estará muerto. ¿Cuál es el curso de acción correcto? Usted le asigna un gran valor a la vida del niño. Pero como utilitarista calcula que donando a instituciones benéficas el importe que obtendría al vender su reloj, podría salvar la vida de cinco niños en el tercer mundo de muertes seguras a causa de enfermedades tratables. Cinco vidas salvadas tienen agregativamente más valor que una vida salvada. Así que usted, muy a su pesar, deja al niño ahogándose. Esa tarde, se saca con calma el reloj, lo vende, y dona el importe a una institución que salvará cinco vidas.

¿Ha hecho usted algo moralmente incorrecto? Por cierto, su curso de acción genera más utilidad. Sin embargo, muchos sostendríamos que es incorrecto dejar al niño ahogándose, aunque luego venda su reloj y done el importe. Lo que este caso evidencia es que no siempre lo correcto es maximizar la utilidad. Y lo mismo vale en el caso de la pandemia.

La maximización de la utilidad o la deontología no pueden dar toda la respuesta en el caso de la pandemia. Si bien salvar vidas en el presente producto del coronavirus es importante, también lo son los efectos negativos que se siguen de las restricciones. Una estrategia argumentativa para salir de este impasse es preguntarnos qué es lo que nos debemos los unos a los otros como miembros de la sociedad, es decir, individuos que están bajo el mismo arreglo institucional. El coronavirus se presenta como una amenaza externa, similar a un desastre natural. Por cierto, no afecta a todos por igual (la posibilidad de enfermar gravemente y morir es mayor en personas de edad o con patologías de base), pero no es razonable hacerlos responsables por su edad o patologías. Y lo correcto en estas situaciones de lotería parece ser socializar los riesgos, es decir, asumir colectivamente los costos que implica aminorarlos. Pero esto no puede ser entendido como un cheque en blanco a favor de cualquier restricción. Como vimos, ellas tienen enormes efectos negativos que deben ser considerados. Lo que nos debemos como miembros de la sociedad es socializar los riesgos asumiendo los costos necesarios para evitar el peor de los escenarios: el colapso del sistema de salud, de modo que los que lo requieran puedan ser tratados. Pero no nos debemos una protección frente a la enfermedad a cualquier coste del bienestar de las personas. De este modo, se evita el peor escenario (que se da cuando el sistema de salud colapsa), evitando simultáneamente, tanto como sea posible, las consecuencias negativas que se siguen de las medidas restrictivas.

Sin duda, se trata de una línea difícil de trazar y en continuo movimiento que bosquejamos tanteando en la oscuridad relativa de nuestros muy limitados conocimientos. Este razonamiento corresponde a las medidas mucho más restrictivas que el gobierno acaba de imponer para evitar el colapso del sistema de salud. Ciertamente este análisis vale sólo bajo el supuesto de que la pandemia tendrá un límite temporal cercano, como parecen prometer las vacunas. A veces, el mejor de los mundos es sólo el menos malo.

Publicada en El Líbero.

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