Estado Desnudo

6 de Enero 2020 Columnas

Había una vez, nos cuenta el danés Hans Christian Andersen, un emperador que vivía obsesionado con su vestimenta.

Un día llegaron al pueblo dos extranjeros que prometían confeccionar un traje tan fino y delicado que era invisible para los incapaces y faltos de inteligencia.

Al emperador le entusiasmó la idea e hizo que les entregaran seda y oro para fabricar la tela prometida.

Pasado un tiempo, el emperador envió a gente de su confianza a ver cómo iba el trabajo. No vieron nada, pero no se atrevieron a decirlo por temor a quedar como lesos. Llegado el momento, el emperador se probó el traje, y aunque no vio tela alguna, tampoco se animó a reconocerlo, sino que, por el contrario, organizó un desfile público. Quería lucirse frente a su astuto pueblo.

¿Es el Estado de Chile un emperador desnudo? A mi juicio, en general nuestro Estado se ha presentado a lo largo de su historia debidamente vestido y se ha desplegado con una cierta dignidad —en especial si nos comparamos con nuestros vecinos de la región—, aunque su traje ha ido incorporando trozos de tela algo translúcidos junto a pedazos de alta costura. Detenernos a describir estos extremos —la tela que no es tal y la de alta costura— nos puede dar una primera orientación, aunque la realidad se presente con tonos más bien grises.

Hay organizaciones públicas en las que campean la ignorancia y la improvisación. La estrategia es no tenerla y vivir bajo el zigzagueo de las tácticas. Prometen cosas que no se pueden cumplir y no les importa generar falsas expectativas. No hay espesor técnico ni menos predictibilidad, sino administración de sensibilidades cortoplacistas. Sus contrataciones están basadas en amiguismos o lealtades personales. Les temen a cualquier cosa que implique evaluación real y están todo el día quejándose de que no tienen recursos y que su normativa es imperfecta. Y lo peor: las personas de esas entidades tienden a atender solo a sus beneficios personales —que pueden obtener mientras ostentan el cargo—, más que a mejorar el servicio que entregan a la ciudadanía o a proyectar a la institución en el tiempo.

En contraste, otras entidades logran priorizar y planificar. Saben decir que no —para lo cual se requiere de la entereza y carácter que uno esperaría de una autoridad—, saben apurar el tranco cuando se necesita y saben prever los peores escenarios y armar planes de contingencia. Logran leer las pulsiones propias de la política y el ruido de la calle, pero sin darles la espalda a los rigores de la técnica. Hacen lo que dicen, y hablan cuando se necesita. Tienen políticas de personal basadas en el mérito. Se obligan a trascender en lo que hacen, se someten a evaluaciones externas de tiempo en tiempo, y están empeñados en abrazar mejoramientos tecnológicos, aunque sean disruptivos.

Sin embargo, a juzgar por los rayados de Providencia y Alameda del reciente estallido social, pareciera que la desnudez del Estado es total. O por su ausencia: “En Chile no hay Estado, hay Mercado y Empresarios”, “Estado=Patrón”, “No+Estado Subsidiario”. O por sus excesos: “El Estado Mata”, “Contra el Estado y sus Lacayos”. Por su parte, la performance de Lastesis, que se viralizó en el mundo entero, van en el mismo sentido: “El Estado opresor es un macho violador”, sentencian miles de mujeres bailando una estudiada coreografía.

En efecto, el estallido del 18 de octubre nos develó —al menos en materia de orden público— una desnudez del Estado, a niveles francamente alarmantes. El orden público es la obligación primaria y esencial del Estado —específicamente del gobierno de turno—, y la razón de por qué le entregamos el monopolio de la fuerza. El Ejecutivo se ha mostrado dubitativo e incluso desorientado. La inteligencia policial ha brillado por su ausencia y hasta el día de hoy no sabemos quiénes están detrás de toda la ola coordinada de destrucción.

Las fuerzas de orden no han logrado diferenciar entre los ciudadanos que protestan pacíficamente y los delincuentes que roban e incendian. Además, la represión policial se ha cubierto de un manto de duda por las denuncias de atropellos a los derechos humanos.

¿Cómo podemos arropar —algo más— al Estado chileno para el duro invierno que se nos viene?

El informe CEP de la Comisión de Modernización del Estado del año 2017, denominado “Un Estado para la Ciudadanía”, (complementado con un libro de papers del año siguiente) y la Agenda de Modernización del Estado de este gobierno, de julio de 2019, dan luces sobre los desafíos estructurales que enfrenta el Estado chileno.

El informe CEP acusa que el Estado cojea en la eficiencia gubernamental, en combatir la desconfianza imperante en nuestra sociedad y en ajustarse a un horizonte de restricciones fiscales. La Agenda reconoce, por su parte, “que la ciudadanía es cada vez más demandante” y que “el Estado está llamado a ser el mayor servidor público del país”, por lo que “no podemos darnos el lujo que (…) siga viviendo en el pasado y (…) se hace urgente el deber de modernizarlo”.

Ambos informes hacen especial hincapié en tres cuestiones gruesas.

Primero, la necesidad de una mayor coordinación entre las distintas autoridades. El informe pide racionalizar el centro del gobierno y la agenda se refiere a una “lógica de silos” que imperaría al interior del Estado. La estructura organizacional de los ministerios es de comienzos del siglo pasado, y el tiempo de sus ministros transcurre principalmente en la sobrevivencia del día a día.

Segundo, la necesidad de inyectar tecnología a todo el aparato estatal.  Que los procesos administrativos sean digitales y con la mayor transparencia posible. Que no se requiera perder tiempo, por ejemplo, en notarías o en conseguir papeles cuya información ya está en manos de alguna repartición.

Tercero, la necesidad de mejorar y modernizar la gestión de personas al interior del Estado. Con requisitos de ingreso objetivos, carreras profesionales predecibles, evaluaciones efectivas —que impliquen desvinculaciones a quienes tengan un mal desempeño— y foco en las políticas de largo plazo. En este punto resulta completamente contraproducente, a mi entender, el proyecto de ley del Congreso que les rebaja los sueldos a los máximos directivos del Ejecutivo, los que normalmente podrían aspirar a mejores condiciones en el sector privado.

Como se podrán imaginar, el cuento de Andersen no terminó bien: un niño que asistió al concurrido desfile gritó, a voz en cuello, que el emperador iba desnudo, y ante los murmullos generalizados, el emperador decidió seguir como si nada hubiese pasado. Con dignidad, pero desnudo.

Es de esperar que el Estado chileno no haga lo mismo, y ante los gritos del estallido social, se esfuerce —como instan los informes referidos— en saltar con agilidad y precisión al siglo XXI y convertirse así en un eficiente catalizador del desarrollo y de la paz social y no en un derrochador decadente y cortoplacista, sin brújula alguna.

No vaya a ocurrir que el Estado se convierta en la causa principal del problema —un salto al vacío—, no en el principio a la solución a nuestro atolladero.

Publicada en El Mercurio.

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