Esclavos de la consigna

26 de Septiembre 2018 Columnas

Decir a estas alturas que Jorge Edwards es el mejor escritor chileno de las últimas tres décadas parece una obviedad, tanto por su calidad como cronista y columnista como por su pluma de novelista curtido en los sinsabores de la diplomacia y en las lecturas de autores como Stendhal o Proust. El nuevo tomo de sus memorias, “Esclavos de la consigna”, es uno de los muchos ejemplos notables de la carrera de Edwards, aunque me atrevo a decir que en este caso estamos frente a un libro tanto o más importante que novelas como “Los convidados de piedra” o “La última hermana”.

¿Por qué? Porque de estas páginas emerge un escritor libre de toda atadura, que escribe más desde el estómago que desde la racionalidad, cuestión del todo bienvenida en las autobiografías. Edwards, en efecto, no es particularmente apologético ni con su vida ni menos con su congéneres: hay comentarios irónicos sobre él mismo, pero también sobre Nicanor Parra, Pablo Neruda o Julio Cortázar. Este volumen es, pues, más sincero y menos pretencioso que otros de su mismo género. Escribir, eso es lo que le gusta a Edwards, y para ello concede que la escritura no debe necesariamente seguir formalidades rigurosas o estructuras cronológicamente fijas.

Las distintas secciones dedicadas al “boom latinoamericano” son particularmente interesantes y, hasta cierto punto, inesperadas. El escritor chileno se siente parte de dicha generación, pero no hace un acontecimiento de ello. De hecho, es bastante crítico de la pluma de escritores como Gabriel García Márquez, así como de las muchas veces ingenuas posiciones políticas de quienes vivían por y para el “boom”. Con todo, no cabe duda que Edwards siente orgullo —aun cuando sea soterrado— por la época que le tocó vivir y los amigos que hizo en el mundo de las letras. Sus andanzas nocturnas con algunos de ellos son memorables confirmando de paso que la farra
es cosa consuetudinaria entre los intelectuales.
Dos últimas cuestiones merecen destacarse: por un lado, los escenarios en los que transcurre la narración dan un sabor internacional a un libro que se concentra en los años de la Guerra Fría. Países como Brasil, Francia, Grecia y Suecia aparecen y desaparecen de los capítulos de estas memorias. El relato de unas vacaciones en la isla griega de Leros es hilarante, como lo son también las “negociaciones” emprendidas por Edwards en Estocolmo para que Neruda se hiciera del Nobel. Cabe, finalmente, concluir con lo más obvio: el título del libro. Valiente y osada, la frase da cuenta de la libertad que puede alcanzar un escritor cuando los compromisos políticos pasan a un segundo plano. Bienvenido aporte que, de seguro, se verá reflejado en el siguiente tomo de sus memorias.

Publicada en La Segunda.

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