Al parecer, incendiar el establecimiento ya no era una performance muy original: se le ocurrió primero a los compañeros del Liceo Amunátegui. Los que ingresaron esa jornada con overoles blancos al Instituto Nacional tuvieron que apostar entonces a algo más novedoso: rociar de bencina a un grupo de profesores y amenazar con prenderles fuego. No hay certeza de si en verdad pretendían consumar su “acción de arte”, pero sin duda consiguieron hacer noticia y pasar a la historia. El epílogo de este capítulo ha corrido por cuenta de alumnos del Liceo de Aplicación, que sin embargo han procurado entretenerse con artilugios menos vanguardistas: las tomas, bombas Molotov y cortes de tránsito de siempre. Esta semana seis de ellos fueron expulsados.
Puede parecer una ironía, pero esto no es más que el desenlace de algo que fue deliberadamente incentivado y aplaudido en los últimos años por no pocos actores políticos; adolescentes idealizados por adultos infantilizados, supuestamente convencidos de que el sueño de cambiar el mundo justifica cualquier medio y soporta cualquier costo. Ahora, los que promovieron y avalaron el proceso en sus etapas iniciales, más benévolas y masivas pero aún así no exentas de destrucción, guardan sepulcral silencio. Cómodos, indiferentes y, con seguridad, coyunturalmente cómplices, no están dispuestos a la más mínima condena pública, ya que en algún lugar muy íntimo, saben que es su propia criatura lo que tienen al frente. ¿Alguna palabra de los ex dirigentes estudiantiles hoy honorables diputados? Ninguna.
En cualquier país civilizado, lo que está ocurriendo en Chile con la educación pública daría para una emergencia nacional, pero aquí apenas alcanza a ser un problema de orden público. Los liceos emblemáticos, encarnación del ‘alma de la República’, baluartes de una tradición de laica meritocracia, están siendo destruidos a vista y paciencia de todos, y a nadie parece importarle. Un movimiento estudiantil que se inició hablando hasta la saciedad de educación pública, gratuita y de calidad, tiene hoy entre sus escenas habituales a escuelas en llamas, inmobiliario destruido y, ahora, a profesores rociados con bencina.
Se suponía que todos los esfuerzos de ese gigantesco movimiento social desplegado desde 2011, y de las reformas impulsadas después por la Nueva Mayoría, tenían por finalidad precisamente rescatar a la educación pública de su largo deterioro. Sin embargo, son centenares los padres que año tras año optan por hacer un esfuerzo económico, para alejar a sus hijos de las puertas de ese infierno en que se están convirtiendo los principales liceos del país. Ser alumno de una escuela de excelencia fue para incontables generaciones un motivo de legítimo orgullo. De no detenerse la actual espiral de violencia, llegará a ser equivalente a integrar una célula de Al Qaeda.
En una época donde a los jóvenes se les enseña que tienen derechos pero no obligaciones, que pueden destruir bienes públicos y no hacerse responsables, que el fin justifica los medios, no resulta extraño que a la educación pública no la estén matando el lucro, la segregación económica o el modelo neoliberal, sino los propios estudiantes.
Publicado en
La Tercera.