El voto secreto y las decisiones colectivas

19 de Diciembre 2021 Columnas

La elección de autoridades políticas mediante el voto secreto es una institución reciente en la historia de la humanidad. En sus 200 años de existencia, ese voto que originalmente les correspondía sólo a hombres de altos ingresos lentamente se ha ido ampliando a todos los ciudadanos y ciudadanas mayores de edad. Incluso así, se trata de una práctica que no puede darse por segura: golpes de Estado, desigualdades de clase, discriminación racial y por cierto elecciones fraudulentas conspiran aún contra la verdadera universalidad del derecho a sufragio.

Ese instante en que, sin nadie alrededor, tenemos solo papeleta y lápiz en la mano conjuga en un breve momento la participación pública y el foro íntimo de nuestra privacidad. Porque todos votamos por las mismas personas y propuestas, y lo hacemos al mismo tiempo, el voto sigue siendo la forma principal de tomar decisiones políticas generales. Por otro lado, porque es secreto, es la forma más segura en que nuestra vida privada ingresa a la vida pública: nadie más que nuestra propia conciencia tiene que saber por quién votamos. El voto secreto es “sagrado” para la democracia justamente porque hace de bisagra entre nuestra vida íntima, en la que nadie puede entrometerse, y nuestra participación en la comunidad, donde nos hacemos parte de las decisiones que tomamos entre todos y todas. Eso explica el hecho de que, para dictaduras y autoritarismos de todo tipo, más importante que evitar elecciones es impedir que el voto sea realmente secreto.

Esta doble condición público y privada del voto secreto nos puede ayudar también a pensar de forma más concreta por quién hemos de votar en cada elección. Eso es lo que comúnmente se conoce como “votar en conciencia”: damos nuestra preferencia a aquel candidato cuyas ideas, valores y propuestas se acercan más a lo que nos parece correcto. Porque votamos en secreto, realmente no hay ninguna razón para traicionar nuestras convicciones más profundas; porque votamos en secreto, no es fácil imaginar incentivo alguno para votar en favor de quienes podrían querer perjudicarnos. Pero eso no es todo. Puesto que el voto es también una forma de hacernos responsables por las decisiones colectivas, para decidir por quién votar no basta con considerar únicamente aquello que nos beneficiará personalmente. De hecho, en múltiples ocasiones aquello que nos parece justo o moralmente correcto no se corresponde con lo que nos favorece directamente. Las ideas de justicia y solidaridad que son propias de la democracia apelan siempre a principios más generales, a normas imparciales, que resisten a la arbitrariedad, rechazan los privilegios y promueven el bien común.

Así, lo propio de la participación política es que, además de velar por nuestro interés personal, nos obliga a pensar también en aquello que nos parece correcto, justo o mejor para la sociedad en su conjunto. En sociedades complejas y diversas como las nuestras, esa posibilidad de generalización para toda la sociedad puede resultar, por buenas razones, ingenua, mentirosa o simplemente imposible. Pero lo que sí podemos hacer, y de hecho hacemos comúnmente cuando pensamos en lo justo y lo correcto, es identificar cuáles son los principios, las reglas y las propuestas que irán a favor de los grupos más vulnerables, discriminados o ignorados en la sociedad.

De eso se trata entonces el gran privilegio y la belleza del voto secreto. Para poder continuar haciéndolo con total y absoluta libertad, sin presiones ni incentivos, debemos tomar decisiones que reflejen también una preocupación por los grupos más desfavorecidos en la sociedad. Incluso si una decisión concreta puede no beneficiarnos directamente, el deber que tenemos para con otros en la sociedad es permanente porque en algún momento ese grupo desfavorecido seremos también nosotros. Como pocas veces en nuestra historia reciente, eso es precisamente lo que está en juego este domingo.

Publicado en El Mostrador

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