El precio de transgredir lo intransgredible

22 de Septiembre 2022 Columnas

Las semanas previas al plebiscito celebrado el pasado domingo parecieron estar teñidas por una sola pregunta: ¿quedan aún límites que no puedan ser transgredidos? En efecto, fuimos testigos de un momento de clivaje en el reciente proceso ciudadano protagonizado por el ahora rechazado borrador constitucional. Quizá sea muy pronto arriesgar algunas conclusiones, pero aquellos que venían de una u otra forma transitando por el peligroso sendero de un abismo sin retorno, dieron el salto definitivo y nos ofrecieron una franja y una especie de “performance” que fueron más allá de la mera frase desafortunada, las que podrían explicar (en parte) el resultado obtenido. En tal sentido, parecería interesante reflexionar cómo el mismo fenómeno condujo a dos cifras tan dispares.

El primero de estos “desaciertos” —buscando un eufemismo amable para referirnos a una falta de juicio evidente— estuvo de la mano de la franja del Rechazo, en la que figuraba un trabajador sexual sobreviviente de un violento ataque. Siguiendo la premisa enarbolada por este sector, el hombre en cuestión habría decidido no denunciar a su victimario como un “acto de amor”. El segundo incidente, aún en la memoria de varias y varios, atañe a un evento consagrado a la opción Apruebo en Valparaíso, acto no oficial organizado por el alcalde Jorge Sharp. En ese contexto, el colectivo Las indetectables realizaron una presentación, en la que una de sus integrantes retiró una bandera de su ano frente a una audiencia que incluía a menores de edad.

Estos sucesos reflejaron una de las dolencias más críticas del proceso, puesto que, en general, las campañas suponen no ser meras incursiones panfletarias con el fin de conseguir el apoyo del electorado. Antes bien, en ellas se buscaría articular un discurso, a veces una mística, que haga posible encapsular un sentimiento asociado a una alternativa particular. En lo que respecta a los hechos vinculados a las campañas del Apruebo y del Rechazo, el involucramiento de miembros de grupos disidentes merece un análisis en sí mismo, por lo que no incumbe a la presente columna. El punto sería, usando el espejo retrospectivo del resultado, meditar en qué grado transgredir lo intransgredible se tornó en un lugar común para una y otra opción, y qué está en juego.

En la franja del Rechazo —que debió ser visada por numerosas instancias— el problema que surgió a nivel discursivo fue la legitimación de un acto de violencia desde el “amor”. Igualmente complejo es cómo este acto se inscribió en el relato de un supuesto testimonio queriendo garantizar así la autenticidad de la narración. Ahora bien, al día siguiente de su emisión, en diversas plataformas sociales, se dio a conocer que el ataque nunca habría ocurrido. Luego, tras el paso de unas horas, fue compartido un informe que daba cuenta de la agresión y de una denuncia a las autoridades correspondientes. Es así, entonces, que la veracidad en la que se pretendía anclar el relato queda en entredicho. La falta se agrava al pensar esto dentro de un marco ético y moral, sobre todo al considerar el testimonio como un acto enunciativo que tiene como fin restituir la subjetividad de la cual la víctima ha sido despojada. A esto se suma la responsabilidad que los testigos asumen de hablar por quienes, en circunstancias de abusos similares, no pudieron sobrevivir. La franja, por lo tanto, ignoró estos límites sin pudor alguno.

Las indetectables plantearon, por otro lado, un conflicto topológico, pero también de fondo. No era el lugar para una acción con pretensiones pseudoartísticas, reescenificadora, por lo mismo, de una serie de operaciones ampliamente exploradas y, por qué no decirlo, agotadas. El cuerpo, los fluidos, e incluso lo coprolálico, fueron estrategias utilizadas de manera exhaustiva por las expresiones artísticas del siglo pasado y de comienzos del 2000. Sin embargo, cómo alguien se preguntaba en una red social, ¿las disidencias están destinadas a restringir sus propuestas a esta dimensión? ¿su legado no será más que una reiterativa retórica de las fecas? Y, por último, si la intención era remecer el orden establecido para poner en relieve sus fracturas, ¿no debiese haber existido consciencia plena de la audiencia a la que se buscaba interrogar? No haber reparado en un detalle tan mínimo nos hace pensar que la ambición terminó por deglutir los objetivos de la “performance” y que lo que se quiso hacer pasar por “performance” nunca lo fue. El resto es historia.

El resultado obtenido el domingo, por cierto, no tiene una relación necesariamente directa con ninguno de los hechos aquí recogidos. No obstante, se trató de dos episodios que fueron relevantes en ambas campañas y que terminaron por sumar o restar adeptos. Una de las lecciones es que los mecanismos democráticos que permiten la visibilidad de múltiples discursos, en absoluto entrañan la ausencia de límites intransgredibles. Con distintos matices, y en detrimento de diferentes aspectos, lo que vimos fueron dos maneras de autoaniquilación de la democracia por parte de sus propios actores, quienes confundieron los espacios para la libertad de expresión con un caballo desbocado que corría sin reparar ni en la verdad ni en el prójimo. Y si bien ambos “desaciertos” fueron condenados en su minuto, la construcción discursiva de la campaña del Rechazo —a pesar de sus errores— logró su objetivo, mientras que la del Apruebo fue castigada en las urnas. En consecuencia, no resultó sorprendente que, a modo de resarcimiento, cientos de compatriotas que desaprobaron la propuesta salieran a celebrar su victoria con banderas chilenas y entonando el himno nacional. Sin hacer juicios de valor, en el tintero queda la pregunta de por qué en el balance final la infracción a la verdad no tuvo efectos equivalentes a la de la bandera.

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