El diputado Johannes Kaiser comenzó la oficialización de su nuevo Partido Nacional Libertario. Es una buena y una mala noticia para Chile. Es una mala noticia, por supuesto, para quienes piensan que estas ideas son perjudiciales para la democracia liberal, la justicia social y la cooperación internacional. Es una mala noticia, también, para quienes sostienen que el principal problema de nuestro sistema político es la fragmentación, es decir, el exceso de partidos con representación parlamentaria. Si cada vez que se presenta una diferencia menor entre dos caudillos se genera una escisión, entonces el proceso de atomización es imparable.
Pero el anuncio de la formación del partido Nacional Libertario puede también interpretarse como una buena noticia en un sentido específico: reivindica el rol de la doctrina en el corazón de un proyecto político. Es decir, parte de la base de que una propuesta política que compite por el poder debe explicitar claramente sus coordenadas normativas: en esto creemos, en esto no creemos.
Muchos actores políticos hacen lo opuesto: esquivan las definiciones ideológicas para confundir a la población a la hora de votar. Diluyen su ideario en un collage de colores y caras sonrientes donde ni siquiera es posible identificar el logo del partido. Otros se afirman en la popularidad de un líder con nombre y apellido, o bien aprovechan una contingencia especifica para rentar electoralmente. Los nombres de estos partidos y movimientos dicen usualmente poco de su identidad ideológica. ¿Unión Demócrata Independiente? ¿Renovación Nacional? ¿Evópoli? ¿Republicanos? ¿Demócratas? ¿Amarillos? ¿Partido por la Democracia? ¿Partido de la Gente? ¿Revolución Democrática? ¿Convergencia Social? ¿Lista del Pueblo? ¿Independientes no neutrales?
Por cierto, los nombres de fantasía no tienen la responsabilidad de portar las definiciones ideológicas. Por algo son nombres de fantasía. Incluso los que se definen en el nombre -Partido Socialista, Partido Comunista, Partido Liberal- admiten cierta discusión sobre el contenido de la etiqueta (qué socialismo, qué comunismo, qué liberalismo). Aunque no transparenten su doctrina en el nombre, la mayoría de los partidos chilenos tiene definiciones ideológicas. Sabemos cuáles promueven una economía de mercado y cuáles son nominalmente “anticapitalistas”, sabemos cuáles buscan representar la tradición y cuáles son “progresistas”, sabemos cuáles buscan encarnar un ethos de rebeldía plebeya y cuáles apuestan a la moderación política.
Este es un activo de la política chilena. Permite que los ciudadanos tengan una idea aproximada de qué esperar de cada uno de ellos en cargos de representación. Si a usted le gusta el rodeo, no vote por los frenteamplistas que fantasean con proscribirlo por maltrato animal. Si usted estima que la población transexual debiese contar con acciones afirmativas, no vote por Republicanos. Cuando el perfil ideológico es claro, todos sabemos -insisto: a grandes rasgos- a qué atenernos.
Este es, sin ir más lejos, el problema de la Democracia Cristiana. Nadie sabe realmente qué representa, más allá de aspirar a posiciones de poder y llorar maltrato cuando no las obtienen. Su contribución fue clave en la segunda mitad del siglo XX: una vía reformista intermedia entre el capitalismo salvaje y el marxismo ateo. A estas alturas, sin embargo, su contribución a la discusión ideológica es, en el mejor de los casos, difusa.
Por eso es bueno que el partido Nacional Libertario del diputado Kaiser salga al ruedo. Sus definiciones doctrinarias son claras como el agua. Es “nacional” en el sentido soberanista. Es decir, no acepta que entidades internacionales -como instancias de arbitraje- tomen decisiones por los chilenos. Se opone frontalmente a la Agenda 2030 de Naciones Unidas, que interpreta como un conciliábulo de progres con el gran capital. En la esquina opuesta del cosmopolitismo, no cree que la migración sea ningún derecho. Las fronteras, dicen, se respetan.
Y es “libertario” en un sentido minarquista. Es decir, busca achicar el estado porque es el principal enemigo de la libertad individual. Como Bastiat, Rothbard, Nozick y otros tantos en ese linaje ideológico, cree que cobrar impuestos es una agresión, un robo institucionalizado, a la par con el trabajo forzoso. No entienden qué diablos son los derechos sociales. A partir de una comprensión de la propiedad privada como extensión natural de la autonomía personal, defienden el derecho a su defensa, incluso portando armas. El único límite de esta autonomía, curiosamente, es nuestra filiación divina. No es, desde este punto de vista, un libertarianismo secular.
Finalmente, en la gran narrativa de la batalla cultural, los nacional-libertarios de Káiser se ven a sí mismos como cruzados en la defensa de Occidente, esa combinación entre valores cristianos, filosofía griega y derecho romano. La migración es un problema porque perfora esa comunidad llamada Occidente. La deconstrucción que propone el progresismo es un problema porque socava sus premisas fundamentales.
No sostengo, evidentemente, que estas ideas deban ser suscritas. En lo personal, las considero equivocadas. Pero, al menos, no intentan pasarnos gato por liebre. En tiempos en los cuales la tentación de muchos actores políticos es diluir sus coordenadas ideológicas para aliviar los costos de su suscripción, es valiente que alguien las exhiba con claridad y orgullo.
Publicada en Ex-Ante.