El legado

6 de Marzo 2022 Columnas

El segundo gobierno de Sebastián Piñera llega a su fin, teniendo en la misma circunstancia su principal logro y su principal fracaso. En rigor, un contrasentido completo: pudo llegar a término y entregará este 11 de marzo la banda presidencial a su sucesor. Pero el precio pagado para conseguirlo fue sacrificar la Constitución, el orden público y la autoridad presidencial, entre otras cosas. Confirmando así que sus opositores supieron aprovechar la espiral de violencia desatada a partir del estallido social, para desnudar finalmente la enorme precariedad de la democracia construida en las últimas décadas.

Más allá de lo discutible, de aciertos y errores de gestión, de la tardanza en las ayudas fiscales en medio de la pandemia, del ejemplar proceso de vacunación, de un gasto fiscal que terminó no solo compensando ingresos perdidos sino financiando un desvarío consumista, en el fondo, el gran legado de este periodo es esencialmente político: haber hecho visible que la sociedad construida a partir de 1990 tenía mucho de castillo de naipes; que para un sector importante de la población los avances económicos y sociales tenían escaso valor frente a las injusticias, abusos e inequidades; y que ese sector no tenía problemas en arriesgar lo construido, por una expectativa de cambios estructurales.

La derecha en su conjunto, pero sobre todo Sebastián Piñera, cargarán con la responsabilidad histórica de no haber sabido contrarrestar un diagnóstico respecto del presente y el pasado reciente, que tuvo como catalizador al estallido social y que permitió borrar del mapa cognitivo no solo a la propia derecha, sino también a la centroizquierda. Una centroizquierda que, amparada en el fracaso cultural del “modelo”, tomó la decisión de suicidarse, creyendo que con ello se sumaría al coro de una nueva generación política, que basó buena parte de su éxito en denunciarla como cómplice y simple administradora de la herencia de la dictadura.

Esa derrota moral de la derecha y la centroizquierda tiene hoy su correlato perfecto en la Convención Constitucional; espacio donde los colectivos que lograron imponer su hegemonía a partir del estallido social tienen las riendas del proceso. Triunfo extraordinario que es también la contracara del fracaso de todos aquellos que, desde el comienzo o a última hora, han pretendido moderar lo por definición “inmoderable”. Porque los resultados que ahora se hacen visibles en la Convención eran, en los hechos, los únicos esperables dado el origen y la lógica del proceso desencadenado a partir del 18 de octubre.

Se dirá que el gobierno que termina no tuvo en realidad otra alternativa, que fue rehén de la violencia y de una insurrección antidemocrática que estuvo muy cerca de tener éxito. Pero lo cierto es que eso que Piñera nunca quiso reconocer -probablemente ni siquiera a sí mismo- es que esa ola destructiva sí tuvo éxito. Y que todo lo ocurrido en Chile desde ese momento no es más que su elocuente confirmación.

Publicada en La Tercera.

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