Última generación es un movimiento ambientalista que ganó notoriedad mediante acciones de desobediencia civil. Junto a bloquear carreteras pegando las manos al asfalto (impidiendo el paso de bomberos), sus acciones más famosas han consistido en arrojar pintura a la Fontana di Trevi y puré a pinturas clásicas, como un Monet en el Museo Barberini. La semana pasada la policía alemana los allanó, y bloqueó sus cuentas bancarias y páginas de Internet. La sospecha que se investiga es que serían una “organización criminal”.
No se puede exagerar la preocupación de Última generación. Con nuestro modo de habitar el mundo hemos llevado el sistema tierra a un punto sin retorno que amenaza la vida humana, ecocidio incluido. Y más allá de declaraciones, el concierto político internacional (y nacional) no está dispuesto a hacer nada para evitarlo que implique costes. Pero ¿es correcto avanzar una agenda medioambiental destruyendo simbólicamente obras de arte? Un conocido, gestor cultural, me dijo que sí: mediante la destrucción simbólica del arte se dirigiría la atención pública a la catástrofe del cambio climático. Las acciones dirían: “¡cómo les pueden importar más estos cuadros que la destrucción medioambiental y el futuro de la humanidad!”. Discrepo.
Ya la idea de que la salvación de la naturaleza y la humanidad puede ocurrir a costes del arte es inapropiada. El medioambiente y las generaciones futuras son valiosas. Pero también lo es el arte. En la actividad artística, una que se agota en sí misma, el genio humano alcanza, como en la ciencia, su mayor expresión. El arte tiene valor monetario, como la naturaleza lo tiene como recurso. Pero es sólo una sombra de su valor. Tal como mediante el arte nos unimos, o expandimos, a algo más grande que nosotros, en la naturaleza, como sabía Dante, nos perdemos para encontrarnos. Una vida en un medioambiente destruido es terrible, pero también lo es una sin arte. Aunque a diferencia de la primera esta todavía es posible, su valor es muy degradado. Analógicamente sería como una dieta nutritiva, pero sin sal: sana pero insípida (como la marraqueta sin sal –pero ya sabemos que los expertos en salud pública y los economistas asumen como verdades evidentes que los daños a la salud o sus consecuencias económicas constituyen razones suficientes para limitar la libertad de las personas y proscribir así la sal por ley). Por ello es un error estratégico y valórico oponer la destrucción y salvación del medioambiente a la del arte. Supone que una de las cosas más valiosas que logramos como especie no vale la salvación del mundo. Al menos yo, tal como no quiero vivir en una naturaleza destruida, tampoco quiero hacerlo sin arte. Y si se trata de salvar el planeta, quiero que sea con arte.
En la Crítica de la Razón Práctica Kant sostiene que “Dos cosas llenan mi ánimo de admiración y respeto…: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Yo agregaría el arte.
Publicada en
La Segunda.