El 27 de febrero de 2010 y la relevancia de la historia

27 de Febrero 2017 Columnas Noticias

Si tomamos en consideración que en Chile ocurre un terremoto cada nueve años, podríamos asegurar que un chileno vivirá, en promedio, ocho sismos destructivos a lo largo de su vida. No hay que ser adivino ni leer las cartas para llegar a esta conclusión. Basta con conocer nuestra historia, aceptar esta condición y estar preparado para enfrentarla.

Esto fue precisamente lo que faltó para la catástrofe del 2010. Ni las autoridades, ni muchos de los que, lamentablemente, fallecieron el 27 de febrero, sabían que hace 175 años en la misma zona y también en febrero se vivió un terremoto y maremoto de similares características.

El historiador Alfredo Palacios, que se ha especializado en el estudio de las catástrofes en Chile, ha recogido algunos de los testimonios sobre el terremoto del 20 de febrero de 1835, cuyos relatos sorprenden por la similitud de lo sucedido hace siete años. Una carta anónima, que fue publicada originalmente en la Gaceta de Madrid, da cuenta de que la ruina de las ciudades de Concepción y Talcahuano era la más completa que podía imaginarse y que “cuando el mar volvió a su ordinario nivel los habitantes que al principio de la inundación se habían subido a las colinas cercanas, volvieron al sitio en que estuvo la ciudad, ocupándose durante muchos días de desenterrar los restos de sus propiedades”.

Frente a la costa de Valparaíso, el gobernador de Juan Fernández, Thomas Sutcliffe, describió a las autoridades: “El mar comenzó a retroceder con mucha velocidad hasta el punto de dejar en seco la mayor parte de la bahía (…) Los soldados apenas tuvieron tiempo para tomar sus armas antes de que la ciudad, literalmente, quedara cubierta por el agua, luego, el mar volvió a retroceder, llevándose las casas, los árboles, el ganado y también a varios hombres y mujeres, dejando solo el almacén, la cárcel y la iglesia en pie”.

El capitán Fitzroy, que transportaba al naturalista inglés Charles Darwin, explica en detalle lo que sucedió después del movimiento de la tierra en Talcahuano: “Habiéndose retirado el mar tanto, que todos los navíos al ancla (…) encallaron, y cada roca y banco de arena en la bahía se hizo visible, una enorme ola se vio abrirse paso a través del pasaje occidental que separa la isla Quiriquina del continente. Este estupendo oleaje pasó con rapidez a lo largo del margen occidental de la bahía de Concepción, barriendo toda cosa movible de las costas (…) Rompió con fragor, y volteó los buques como si hubieran sido botes ligeros, inundó la mayor parte de la ciudad, y luego se precipitó con tal violencia que cada objeto movible que el terremoto había enterrado bajo los montones de ruinas fue arrastrado al mar”.

El mismísimo Darwin calificaría el evento como “lo más terrible, y sin embargo, el espectáculo más interesante que jamás haya presenciado” y este acontecimiento habría sido clave para su teoría de la evolución.

Ninguno de estos testimonios estuvo presente para el 27/F. Tampoco ha existido voluntad de que se recuerde mayormente. Aunque todavía podemos ver rastros de edificios abandonados, Registro Civil o Teatro Municipal en Viña del Mar, en otros casos se borraron testimonios elocuentes, como sucedió en Talcahuano. Se confundió el imperativo de la reconstrucción en desmedro de la necesidad de una conciencia histórica.

En contraposición a esto, en la ciudad japonesa de Ishinomaki, las autoridades decidieron preservar un colegio donde perecieron 74 niños y 10 profesores a raíz del maremoto del 2011, como una forma de recordar a las víctimas, pero también la tragedia y el peligro de construir en lugares bajo riesgo de inundación.

Siguiendo el ejemplo nipón, en Talcahuano se podría haber hecho algo similar con algunos de los barcos que, por efecto de la marea, quedaron montados en algunas de sus principales avenidas. Hoy en día serían motivo de curiosidad para los turistas, un recuerdo de la catástrofe del 2010, pero también una advertencia y enseñanza de lo que es capaz la naturaleza para las futuras generaciones que deberán convivir, de forma inevitable, con nuevas catástrofes.

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