Las comisiones de Hacienda y Salud del Senado establecieron un plazo de dos años para que todos aquellos que se declararon como no donantes al renovar su cédula de identidad lo ratifiquen en una notaría o registro civil. Vencido este plazo, el registro de no donantes actual se borrará. ¿Es esta determinación compatible con la libertad y el respeto a la autonomía?
En su ya clásica defensa de la libertad, John Stuart Mill argumentó que hay que diferenciar entre aquellas acciones que afectan al agente y aquellas que afectan a terceros. Según su famoso principio de daño, el único propósito por el que puede ejercerse legítimamente poder sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad es impedir daño a otros, pero no hacia sí mismo. En este último caso podemos tratar de convencerlo, pero no recurrir al poder coactivo del Estado. De un modo general, este principio hace sentido –aunque es más complicado de lo que parece, y el mismo Mill, como veremos, no siempre estuvo a su altura–: permite considerar a los individuos como soberanos en decisiones que afectan su cuerpo y entendimiento y así, en principio, excluye formas de perfeccionismo y paternalismo legal.
Si bien este principio es problemático, y hay escenarios en que se visualizan espacios razonables para el paternalismo (por ejemplo, quizás la obligatoriedad de usar casco al conducir motocicleta, o la obligatoriedad de ahorrar para la jubilación), donar los órganos o no hacerlo cae claramente del lado de las acciones que afectan al agente y no admite espacio para el paternalismo o el perfeccionismo. Cierto: cuando el órgano se extrae el agente ya esta muerto. Pero este es uno de los muchos casos en que se extiende la autonomía más allá del límite temporal de la vida. Esto tiene sentido. Lo que nos puede dañar sobrepasa los límites de nuestra existencia, y se extiende a un futuro en que no estaremos. Para afirmarlo no hay que tener sensibilidades religiosas o metafísicas. En términos técnicos, se trata de un tipo de daño por privación: si no podemos hacer valer nuestra voluntad con respecto a nuestros órganos en el espacio temporal que comienza con nuestra muerte, se nos priva en vida de una opción importante que se realizará en un futuro en que no estaremos, y de este modo se nos daña. Desde esta perspectiva, no se debería poder utilizar el poder coactivo del Estado para hacer de un individuo un donante o un no donante. En asuntos que refieren al propio cuerpo y entendimiento –aunque el suceso dañino ocurra después de la muerte–, el individuo y su voluntad deben considerarse como soberanos.
Ciertamente, es posible argumentar que la decisión de no ser donante tiene consecuencias en terceros: en un cierto sentido, daña a todos aquellos que, en razón de esta decisión no recibirán un órgano y probablemente morirán. De un modo similar, el mismo Mill –aunque a contrapelo de su principio de daño– estipuló la prohibición de casarse (y así de procrear) para los menesterosos que no podrían hacerse cargo de su progenie. Si este argumento fuera correcto, entonces este daño en terceros sería un argumento para limitar la libertad del agente para declararse no donante. El resultado, sería una ley de donación universal sin posibilidad de estipular la voluntad contraria. Pero este sería un curioso entendimiento de daño, de acuerdo al cual A daña a B toda vez que con su acción X, lo coloca en una posición peor que la que tendría si hubiese realizado Y en vez de X. El problema de este entendimiento del daño es que es maximizador: cualquier acción que no coloque a un individuo en una posición óptima, considerando las opciones disponibles, sería una forma de daño. Así entendido, probablemente casi todas aquellas de nuestras acciones que afectan a terceros serían dañinas, y así, la coacción estaría casi siempre justificada.
La falta de órganos es un problema serio. Muchas personas mueren o tienen una muy deficiente calidad de vida por falta de donantes. ¿No habrá algún modo para incrementar la cantidad de donantes y así de órganos disponibles, de modo que al menos algunos de los cuatro millones de personas que declararon su voluntad contraria puedan ser considerados como donantes, y que sea compatible con la libertad?
En la actualidad la teoría en boga es la del nudge (empujón) desarrollada por Thaler y Sunstein en Nudge: Improving Decisions about Health, Wealth, and Happines. Thaler recibió incluso el Nobel de economía por ella (Sunstein no, –él es jurista–). La idea de esta teoría es que es posible compatibilizar el libertarianismo, según el cual hay que considerar a los individuos como soberanos en decisiones que afectan su cuerpo y entendimiento (similar al principio de daño de Mill) y el paternalismo, según el cual es posible proteger a los individuos de sí mismo y sus malas decisiones mediante la imposición de la voluntad de un tercero. Se trataría de un tipo de paternalismo libertario.
Si bien esto puede parecer como la cuadratura del círculo, la teoría del empujoncito lo articula de un modo medianamente convincente: de lo que se trata es de modificar el default de la matriz de decisión, esto es la línea basal que se da por defecto, de modo que los agentes escojan lo mejor para ellos y/o para la sociedad. Así se generan modos de reforzamiento y sugestiones indirectas que influencian los motivos, incentivos y la toma de decisión de grupos e individuos para tratar de lograr un cumplimiento no forzado de lo que se desea. Un buen ejemplo es la ley de la sal en Argentina. Antes de la ley, por defecto había saleros en las mesas de los restaurantes. Producto de lo anterior, muchos comensales sazonaban sus platos en exceso (¿acaso no conoce usted a alguien que sale la comida incluso antes de probarla?), con una gran prevalencia de enfermedades como hipertensión, llegando a ser incluso un problema de salud pública. Lo que la ley hace es cambiar el default: por defecto no hay saleros en las mesas. Usted puede pedirla y se la traerán sin costo monetario. Lo que se ha hecho es cambiar la matriz de la decisión: con el cambio de default se incrementan los costos de un curso de acción en comparación al otro. Usted puede pedir sal, pero tendrá que ganar la atención de un garzón, ejercitar paciencia, ver como se enfría su comida, etc. De este modo, muchos optan por la mejor opción para ellos desde la perspectiva de su salud, y la mejor opción para un sistema de salud público, al no consumir sal excesiva o innecesariamente. El caso de la donación universal actualmente vigente es exactamente igual: antes de la ley, por defecto usted no era donante. Para serlo, tenía que declarar su intención. La ley cambia el default: por defecto ahora usted es donante, a menos que declare lo contrario. De este modo, sin restringir la libertad de los agentes (usted siempre puede escoger ser no donante), la ley propicia que haya más donantes y así más órganos disponibles para trasplantes.
A favor del nudge se suele argüir que dado que hay un default para la decisión (hay sal en la mesa), bien puede haber otro. En ambos casos se producen costos que inciden en que las decisiones en forma agregada vayan en una u otra dirección, y de este modo, escoger un default u otro no restringe la libertad de los agentes. Pero si esto es así –y no estoy seguro que siempre lo sea– lo es sólo bajo una condición: que el acceso a la opción alternativa esté sujeta a los mínimos costos posibles de acuerdo a las posibilidades tecnológicas y sociales. Considere nuevamente la ley de la sal: imagine que para conseguirla usted no sólo deba llamar la atención del garzón, sino que recitar una poesía. Se trataría de una imposición de costos excesivos por innecesarios. Si estos costos excesivos fuesen permisibles, entonces el libertarianismo de la teoría del empujoncito desaparecería, al tiempo que se fortalecería el paternalismo. No habría diferencia, entonces, entre esta propuesta teórica y la alternativa paternalista, que se caracteriza porque alguien o alguna institución, se otorga el derecho de decidir por nosotros de acuerdo a nuestro mejor interés, que conocen mejor que nosotros mismos.
Volvamos a la determinación de las comisiones de Hacienda y Salud del Senado, según la cual los que se declararon como no donantes tienen dos años de plazo para ratificar su decisión en una notaría o registro civil. ¿Es un costo necesario porque es imprescindible de acuerdo a las posibilidades técnicas, o es un costo excesivo, porque podría haber sido obviado? Es evidente que se trata de un costo excesivo (como recitar una poesía para recibir la sal). Los no donantes ya declararon su decisión de no serlo cuando la posición por defecto era que lo fueran. Exigirles que lo renueven es tratar de manipular intencionalmente sus decisiones, en tanto se elevan los costos de un modo innecesario. Bastaría con que cada cual, cada vez que renueva su cédula, renovara su determinación. Pero manipular a un agente mediante la imposición de costos innecesarios expresa una falta de respeto por su autonomía. Es lamentable que tantos chilenos prefieran que se les considere como no donantes, y que, por lo tanto, tantos otros mueran esperando un órgano o tengan una mala calidad de vida. Pero es lo que es. Tendrán sus razones. Y aunque a todas luces son razones deficientes, hay que considerarlos con la autoridad para vivir de acuerdo a ellas. Después de todo, como vimos, en la mejor interpretación se trata de una decisión que afecta al agente, a su cuerpo y entendimiento. Podemos, siguiendo a Mill, tratar de convencerlos, educarlos, etc. También podemos incentivar la donación. Pero no podemos manipular artificialmente su matriz de decisión mediante la imposición de costos excesivos. De eso se trata respetar a las personas como agentes autónomos. Considerarlo de otro modo, es similar a –recurriendo a palabras famosas– considerarlos como meros medios y no como fines en sí.
Columna publicada en
El Líbero.