Dilema constitucional

3 de Noviembre 2019 Columnas

Desde el retorno a la democracia, nuestra Constitución ha tenido más de 40 reformas; en los hechos, la mayoría de los artículos que conformaron eso que a partir de 1980 se denominó la “Constitución de Pinochet” hace rato dejó de existir. La última gran modificación fue en 2005, cuando finalmente fueron eliminados los principales “enclaves autoritarios” dejados como herencia por la dictadura: senadores designados, inamovilidad de los comandantes en jefe de las FF.AA., atribuciones del Consejo de Seguridad Nacional, entre otras cosas.

Cuando Ricardo Lagos -Presidente en aquella circunstancia- firmó en una ceremonia solemne el nuevo texto, dijo: “Tenemos hoy por fin una Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile (…). Esta nueva Constitución ya no nos divide y tiene que ver con los reales problemas de la gente”. En dicha oportunidad, no hubo un solo dirigente de la Concertación que saliera a cuestionar esas expresiones.

Pero bastó que la derecha llegara al poder en 2010 para que la centroizquierda borrara con el codo lo que había ovacionado solo cinco años antes. La “Constitución de Pinochet” volvía en gloria y majestad a dividir a los chilenos, transformándose en la principal demanda política de ese sector y dejando una estela de obvias interrogantes: ¿Cómo se pudo cambiar de opinión en un tema tan de fondo y en tan breve plazo? ¿El respaldo que en su momento recibieron las palabras de Lagos fue puro oportunismo o una total falta de convicciones?

En efecto, el cambio de posición fue tan abrupto y radical que inevitablemente lleva a pensar que este ataque a la Constitución iniciado en 2010 tiene entre sus objetivos deslegitimar una institucionalidad que desde ese año hace posible que la derecha también gane elecciones con mayoría absoluta. Así, el imperativo de barrer con la Carta Fundamental ocultaría la inconfesable ilusión de que un orden político y económico distinto al actual podría impedir, o al menos atenuar, el riesgo de que la derecha logre ser mayoría social y electoral en el país. En el fondo, más que un asunto normativo e ideológico, sería un problema de poder, y esa es la razón por la cual él mismo tiende a exacerbarse cuando la centroizquierda está en la oposición.

El drama es que, por la razón que sea, Chile lleva ya demasiado tiempo afrontando un disenso constitucional, una realidad que impide procesar institucionalmente los desafíos que impone la realidad. Cuando una sociedad no tiene “mínimos comunes” o carece de acuerdos sobre las reglas que permiten resolver los desacuerdos, se hace muy difícil abordar los problemas públicos desde la política y la deliberación democrática. Seguir sosteniendo indefinidamente este disenso solo dificulta que el país pueda responder a las exigencias que hoy impone su desarrollo interno y las derivadas de un mundo cada vez más globalizado e interdependiente.

Como lo estamos observando en el estallido social de estos días, la Constitución ha vuelto a transformarse en uno de los principales diques para la búsqueda de soluciones; aquello que debiera ser un factor de unidad, que ayude a resolver las dificultades, es entre nosotros una base de desunión, síntoma de una sociedad que no logra reconocerse en un mínimo común y, por tanto, le es muy difícil construir acuerdos en torno a cómo encarar problemas específicos.

Más allá de la discusión sobre el origen, las razones o la legitimidad de este desacuerdo, lo claro es que no debiera mantenerse indefinidamente en el tiempo. Seguir en esto solo asegura que no podremos abordar con rigor y responsabilidad los enormes esfuerzos que impondrá el futuro.

Publicada en La Tercera.

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