Hace unas semanas se publicó la última versión de la encuesta OCDE sobre Factores de Confianza en Instituciones Públicas (OECD Survey on Drivers of Trust in Public Institutions 2024). Y si bien los índices de confianza en distintas instituciones públicas en nuestro país siguen siendo bajos en comparación con el promedio de la OCDE, la situación es particularmente crítica respecto del sistema de justicia. Los datos muestran que mientras entre los países de la OCDE en promedio el 54% de la población tiene una alta o moderada confianza en la justicia, en Chile ese porcentaje no supera el 25%. Estos 29 puntos de diferencia son la mayor brecha en todo el informe. ¿Qué significa esto? Que en ninguna de las instituciones públicas objeto de esta encuesta existe una distancia tan grande en la confianza institucional respecto al promedio OCDE.
A esto se suman los datos del Rule of Law Index publicados por el World Justice Project. Si bien Chile todavía se ubica entre los países con buenos resultado a nivel global, desde hace algunos años se observa la tendencia hacia un deterioro en nuestros indicadores. A nivel regional, Chile se ubica en los primeros lugares en temas como gobierno abierto y bajos niveles de corrupción. Pero los resultados decaen al mirar justicia civil, justicia penal y orden y seguridad, alejándose de los primeros puestos de Latinoamérica.
Al compararse con otros países del grupo de altos ingresos (46 países), las diferencias principales se dan en tres ámbitos relevantes. En primer lugar, en variables relativas al control del poder y sanción de conductas indebidas de parte de autoridades u oficiales públicos. En segundo lugar, en relación con la justicia penal, en variables relativas a la prevalencia de la violencia como mecanismo para resolver conflictos entre personas - donde además estamos bajo el promedio regional y global-, así como de la capacidad del sistema para investigar y en definitiva impactar en la conducta delictual prevalente. En el ámbito de la justicia civil, los peores indicadores están en la demora o duración de los procesos, donde nos encontramos bajo el promedio global y en la posición 34 de 46 en nuestro grupo de países según ingreso.
Los resultados de ambos informes parecen dar una imagen no muy alejada de lo que se percibe en la discusión pública en nuestro país por los hechos investigados sobre probidad pública a nivel municipal y regional y un sistema penal que enfrenta cada vez fenómenos delictivos más complejos. Hoy los tribunales civiles están atochados de juicios de cobranza, los juzgados de policía local dedicados casi exclusivamente a infracciones de tránsito y al cobro de peajes concesionados, y los juzgados laborales y de familia con tasas de pendencia y agendamiento de audiencias superiores a la razonable, lo que resulta en que las personas —y especialmente quienes están en situación de vulnerabilidad— se enfrenten con distancia al sistema de justicia.
La imagen, no muy alentadora y reflejada en indicadores internacionales de referencia, debiera poner urgencia a las reformas en materia de justicia, desde el sistema de nombramientos en los tribunales superiores hasta las sectoriales, incluida la tan esperada reforma procesal civil, que lleva ya más de una década tramitándose. Soluciones fáciles, como el populismo penal, suelen ganar apoyo en momentos como estos, pero generan problemas al corto andar. Por lo mismo, los indicadores debieran ser una voz de alerta para llevar a cabo cambios que fortalezcan las instituciones y pongan en agenda asuntos que suelen ser relegados ante otras reformas más llamativas. Porque finalmente el foco debiera estar en la democracia y, particularmente, el rol que la justicia debe jugar en ella. Tal como muestra la evidencia comparada, allí donde la confianza en sus instituciones se debilita, la aparición de los autoritarismos se vuelve un peligro cada vez más real.
Publicado en El Mercurio junto al profesor Ricardo Lillo