Democracia en crisis

6 de Noviembre 2021 Columnas

Entre pandemia, crisis climática y momento constituyente, no es original afirmar que vivimos tiempos extraños. Con la elección presidencial en menos de un mes, y aun con la cautela que requiere el uso de cualquier encuesta, al parecer se constituye un escenario de polarización donde los candidatos más cercanos al centro político parecen arrinconados.

No es fácil darle sentido a tendencias que parecen contradictorias. Por un lado, el 80% de aprobación en el plebiscito que abrió el camino al proceso constituyente y una elección de convencionales cuyo resultado estuvo mucho más a la izquierda de lo que ha sido tradicional en las últimas décadas. Por el otro, el consistente crecimiento del candidato de la ultraderecha cuya agenda va totalmente en contra de las tendencias de cambio que recibieron tanto apoyo en la elección de la convención constitucional: negacionismo climático, represión policial, aislamiento nacional (salida de la ONU y rechazo a los migrantes) y restricciones severas a las libertades de las mujeres. Hasta aquí, la explicación que más se escucha sobre esta aparente contradicción dice relación con un supuesto “cansancio” de la población frente a las expresiones de violencia e inseguridad que no han cesado realmente desde octubre de 2019. El deseo de cambio es real, pero real sería también la ansiedad e incertidumbre, el cansancio y el miedo en que viven muchos chilenos. Sin desmerecer esta hipótesis, quisiera ofrecer una interpretación alternativa.

Lejos de ser contradictorias, la demanda por cambios sustantivos y la ansiedad frente a la inseguridad pueden tal vez responder a elementos, si no comunes, al menos compatibles entre sí. Es la “sensación” de que las formas tradicionales de la democracia han dejado definitivamente de funcionar: sus instituciones fundamentales (parlamento, ejecutivo, poder judicial, policías, medios) no han estado a la altura de los desafíos. Incluso cuando sí han hecho relativamente bien su trabajo, el precio que se paga por ello es siempre la colusión, la corrupción y la protección de los poderosos por sobre el ciudadano común. Dicho de otra forma, lo que ambas posiciones tienen en común es el diagnóstico de que las cosas no pueden seguir tal y como están. En ambos casos, la frustración frente a la injusticia y la hipocresía se hacen una, ya no se aguantan y deben erradicarse de una buena vez.

Ambas posiciones comparten también un descreimiento total frente a la necesidad de representación que es propia de los sistemas democráticos. Se buscan toda clase de imágenes, metáforas y símbolos para que “territorios”, “experiencias” y “sufrimientos” hablen por sí mismos, se otorga valor de verdad absoluto a aquello que se narra en primera persona y no puede sino narrarse desde allí. Pero en sociedades complejas como las nuestras, las buenas decisiones se toman siempre en una relación compleja y por cierto imperfecta entre cargos elegidos, conocimiento técnico y diversos grupos de interés que ejercen presiones en distintas direcciones. Suponer que la “participación”, la “dignidad”, o la “seguridad” van a resolver todos los problemas es, por el contrario, contribuir a empeorar la situación. Es hacerse eco de una falacia de la simplicidad cuando la forma en que funciona el mundo real es extremadamente compleja.

Por supuesto que es posible describir algunas de estas demandas como “de izquierda” y otras como “de derecha”: históricamente así lo han sido. Pero el problema de esa descripción es triple: primero, que la gran mayoría de los ciudadanos no se describe a sí mismo con esas categorías; segundo, que ambas sensibilidades conviven en los mismos grupos, coexisten incluso en los mismos individuos; tercero, que como no son propiedad nadie, pueden terminar en el bolsillo de cualquier candidato. El 80% de la población ha dicho que quiere una nueva constitución, pero al mismo no podemos descartar que, sin saber muy bien cómo, en algunas semanas hayamos elegido un presidente neofascista.

Publicado en El Mostrador

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