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De qué se discute que yo me opongo

"La evidencia reciente demuestra que los electores no marcan su preferencia en base a su sentido de pertenencia o identidad con alguna de las fuerzas políticas en competencia, sino que se decantan en contra de aquella opción que detestan".
Cristóbal Bellolio

Cristóbal Bellolio

PhD in Political Philosophy
  • PhD in Political Philosophy, University College London, Reino Unido, 2017.
  • Master of Arts in Legal and Political Theory, University College London, Reino Unido, 2011.
  • Abogado, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2007.
  • Licenciado en Ciencia Política, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2005.

Su área de investigación es la teoría política, particularmente en torno a la tradición liberal y su relación con la ciencia, la religión, el populismo,...

Como no nos gusta nadie, no solo votamos por el “menos malo”, sino que nos definimos políticamente como contrarios a una alternativa específica, que, dependiendo de las circunstancias, puede ser una categoría social, un partido, o un candidato.

Es un fenómeno que se ha vuelto recurrente en Latinoamérica, dicen los observadores, dados los bajos niveles de identificación positiva con los actores políticos tradicionales. Sirve para especular, entre otras cosas, que el giro a la izquierda que ha tomado la región en los últimos meses no se debe tanto a la penetración ideológica de las ideas socialistas, sino que puede interpretarse como una ley de hierro de castigo a la incumbencia: en política, el amor siempre muta en desamor.

La opción que desafía tiene todas las de ganar. Otros, finalmente, apuntan a los factores económicos. Un conocido politólogo decía que estaba absolutamente seguro del triunfo del Rechazo, semanas antes de la elección, porque ningún gobierno gana un referéndum con dos dígitos de inflación. Con independencia de la buena o mala calidad del texto constitucional, la propuesta estaba condenada al fracaso porque la gente vota atendiendo al rendimiento de su billetera.

Pero parece que ninguno de los congresistas que acordó el nuevo itinerario constituyente conoce esta literatura, porque no han advertido los riesgos de cerrar nuevamente el proceso con un plebiscito entre dos opciones: una a favor, otra en contra.

Si bien hubo algunas voces que cuestionaron la procedencia de un referéndum de salida en el proceso anterior -como la del jurista argentino Roberto Gargarella- lo cierto es que políticamente era difícil hacer algo distinto: el plebiscito de salida fue una de las condiciones de la derecha para acceder al proceso constituyente en noviembre de 2019.

No sostengo que esta vez debiéramos ahorrarnos el plebiscito de salida; sostengo que las opciones debieran ser distintas. Dado lo que sabemos sobre las motivaciones a la hora de votar, y del complejo escenario económico, el riesgo de un nuevo triunfo del Rechazo es alto.

Pongámonos en el mejor de los escenarios. La novísima asamblea elegida al efecto, con apoyo de los expertos, elabora un texto “minimalista” que evita cuestiones álgidamente disputadas y se concentra en establecer principios e instituciones ampliamente compartidas. Corta, fome y funcional. Nadie se la va a tatuar, pero sirve para congregar la voluntad de todas las fuerzas políticas desde la UDI hasta el PC.

Todos tienen (tímidos) motivos para hacer campaña por el Apruebo 2023. El sueño mojado de los consensualistas: volver a ese mítico referéndum del ’89 cuando la opción Apruebo obtuvo el 91% de los votos. Y entonces aparece el fantasma del voto negativo, aka “de qué se discute que yo me opongo”.

No es difícil imaginar el argumento: que la nueva constitución es un arreglín de los políticos, activando el voto negativo de quienes se definen contra el establishment. Escenario ideal para los discursos populistas que florecen en un clima de sospecha. Recordemos el Brexit: prácticamente todo el arco político estaba por quedarse en la Unión Europea, pero bastó que la extrema derecha de Nigel Farage activara el discurso anti-establishment para que se llevaran una derrota.

En síntesis, que la gran mayoría del mundo político con representación parlamentaria esté a favor de una opción no garantiza el éxito final del proceso.

Por todo lo anterior, el curso de acción más razonable es enfrentar dos alternativas constitucionales: la nueva propuesta de 2023 versus la constitución vigente, llámese constitución de Pinochet, Pinochet-Lagos, o como prefiera. Esta estrategia tiene tres ventajas evidentes.

En primer lugar, disminuye el riesgo de voto negativo: los electores no pueden sencillamente oponerse, deben tomar partido por un texto u otro. En segundo lugar, permite cerrar definitivamente la teleserie constitucional, ya sea un sentido u otro. Una de las discusiones post 4S fue qué implicaba -políticamente- el triunfo del Rechazo. Esa incertidumbre se acaba con esta propuesta: o adoptamos la nueva, o nos quedamos con la vigente, ahora sí democráticamente legitimada.

En tercer lugar, es crucial para contar con el concurso de la izquierda, que acaba de invertir todo su capital emocional en el último proceso. Como en el amor, siente que le mataron el poeta, y no sabe si tiene ganas de intentarlo de nuevo. Ese mundo podría votar Rechazo como una vuelta de mano, o esperando un momento político más favorable para avanzar hacia la constitución de sus sueños.

Pero la cosa cambia si al frente está la constitución de la dictadura. En ese caso no es necesario que se enamoren de nuevo, basta que no quieran volver con el tóxico. Y así crecen las posibilidades de tener una nueva constitución antes del fin del gobierno de Gabriel Boric.

Agrego, finalmente, un argumento estratégico-sustantivo. Antes del 4S, Eduardo Engel escribió que los números indicaban que los chilenos estaban a la izquierda de la constitución del 80, pero a la derecha de la propuesta de la Convención. Si el plebiscito de salida interroga por la propuesta 2023 versus la constitución de Pinochet, sus redactores tienen incentivos para ubicarse lo más cerca del votante medio para maximizar las posibilidades de éxito, produciendo así una constitución moderada que al mismo tiempo permita la expresión contingente de las mayorías democráticas en el juego parlamentario.

  Publicado en Ex-Ante  

De qué se discute que yo me opongo

"La evidencia reciente demuestra que los electores no marcan su preferencia en base a su sentido de pertenencia o identidad con alguna de las fuerzas políticas en competencia, sino que se decantan en contra de aquella opción que detestan".

Como no nos gusta nadie, no solo votamos por el “menos malo”, sino que nos definimos políticamente como contrarios a una alternativa específica, que, dependiendo de las circunstancias, puede ser una categoría social, un partido, o un candidato.

Es un fenómeno que se ha vuelto recurrente en Latinoamérica, dicen los observadores, dados los bajos niveles de identificación positiva con los actores políticos tradicionales. Sirve para especular, entre otras cosas, que el giro a la izquierda que ha tomado la región en los últimos meses no se debe tanto a la penetración ideológica de las ideas socialistas, sino que puede interpretarse como una ley de hierro de castigo a la incumbencia: en política, el amor siempre muta en desamor.

La opción que desafía tiene todas las de ganar. Otros, finalmente, apuntan a los factores económicos. Un conocido politólogo decía que estaba absolutamente seguro del triunfo del Rechazo, semanas antes de la elección, porque ningún gobierno gana un referéndum con dos dígitos de inflación. Con independencia de la buena o mala calidad del texto constitucional, la propuesta estaba condenada al fracaso porque la gente vota atendiendo al rendimiento de su billetera.

Pero parece que ninguno de los congresistas que acordó el nuevo itinerario constituyente conoce esta literatura, porque no han advertido los riesgos de cerrar nuevamente el proceso con un plebiscito entre dos opciones: una a favor, otra en contra.

Si bien hubo algunas voces que cuestionaron la procedencia de un referéndum de salida en el proceso anterior -como la del jurista argentino Roberto Gargarella- lo cierto es que políticamente era difícil hacer algo distinto: el plebiscito de salida fue una de las condiciones de la derecha para acceder al proceso constituyente en noviembre de 2019.

No sostengo que esta vez debiéramos ahorrarnos el plebiscito de salida; sostengo que las opciones debieran ser distintas. Dado lo que sabemos sobre las motivaciones a la hora de votar, y del complejo escenario económico, el riesgo de un nuevo triunfo del Rechazo es alto.

Pongámonos en el mejor de los escenarios. La novísima asamblea elegida al efecto, con apoyo de los expertos, elabora un texto “minimalista” que evita cuestiones álgidamente disputadas y se concentra en establecer principios e instituciones ampliamente compartidas. Corta, fome y funcional. Nadie se la va a tatuar, pero sirve para congregar la voluntad de todas las fuerzas políticas desde la UDI hasta el PC.

Todos tienen (tímidos) motivos para hacer campaña por el Apruebo 2023. El sueño mojado de los consensualistas: volver a ese mítico referéndum del ’89 cuando la opción Apruebo obtuvo el 91% de los votos. Y entonces aparece el fantasma del voto negativo, aka “de qué se discute que yo me opongo”.

No es difícil imaginar el argumento: que la nueva constitución es un arreglín de los políticos, activando el voto negativo de quienes se definen contra el establishment. Escenario ideal para los discursos populistas que florecen en un clima de sospecha. Recordemos el Brexit: prácticamente todo el arco político estaba por quedarse en la Unión Europea, pero bastó que la extrema derecha de Nigel Farage activara el discurso anti-establishment para que se llevaran una derrota.

En síntesis, que la gran mayoría del mundo político con representación parlamentaria esté a favor de una opción no garantiza el éxito final del proceso.

Por todo lo anterior, el curso de acción más razonable es enfrentar dos alternativas constitucionales: la nueva propuesta de 2023 versus la constitución vigente, llámese constitución de Pinochet, Pinochet-Lagos, o como prefiera. Esta estrategia tiene tres ventajas evidentes.

En primer lugar, disminuye el riesgo de voto negativo: los electores no pueden sencillamente oponerse, deben tomar partido por un texto u otro. En segundo lugar, permite cerrar definitivamente la teleserie constitucional, ya sea un sentido u otro. Una de las discusiones post 4S fue qué implicaba -políticamente- el triunfo del Rechazo. Esa incertidumbre se acaba con esta propuesta: o adoptamos la nueva, o nos quedamos con la vigente, ahora sí democráticamente legitimada.

En tercer lugar, es crucial para contar con el concurso de la izquierda, que acaba de invertir todo su capital emocional en el último proceso. Como en el amor, siente que le mataron el poeta, y no sabe si tiene ganas de intentarlo de nuevo. Ese mundo podría votar Rechazo como una vuelta de mano, o esperando un momento político más favorable para avanzar hacia la constitución de sus sueños.

Pero la cosa cambia si al frente está la constitución de la dictadura. En ese caso no es necesario que se enamoren de nuevo, basta que no quieran volver con el tóxico. Y así crecen las posibilidades de tener una nueva constitución antes del fin del gobierno de Gabriel Boric.

Agrego, finalmente, un argumento estratégico-sustantivo. Antes del 4S, Eduardo Engel escribió que los números indicaban que los chilenos estaban a la izquierda de la constitución del 80, pero a la derecha de la propuesta de la Convención. Si el plebiscito de salida interroga por la propuesta 2023 versus la constitución de Pinochet, sus redactores tienen incentivos para ubicarse lo más cerca del votante medio para maximizar las posibilidades de éxito, produciendo así una constitución moderada que al mismo tiempo permita la expresión contingente de las mayorías democráticas en el juego parlamentario.

  Publicado en Ex-Ante