De los fieles será el reino de los cielos. Reflexiones sobre la visita de Francisco a México

22 de Marzo 2016 Noticias

Escuela de Gobierno

Revista Territorio

Los cardenales reunidos en el cónclave que tuvo por misión reemplazar a Joseph Ratzinger a la cabeza de la Iglesia Católica hicieron lo correcto –políticamente hablando- al escoger al argentino Jorge Bergoglio. Los números del catolicismo descienden en el mundo entero y ya era hora de salir a detener la sangría. Los nuevos tiempos requieren de encanto gaucho, no densidad teológica germana. Europa ya está perdida entre las garras de la secularización y la modernidad, parecieron pensar los cardenales, pero todavía estamos a tiempo de conservar en nuestra órbita de influencia las regiones pre-ilustradas de la Tierra. Francisco es perfecto para el rol: viene del continente más creyente del planeta, de una orden religiosa identificada con el trabajo social, y es incluso capaz de reconocer que ciertas batallas morales emblemáticas de nuestra era –como la que históricamente ha librado el Vaticano contra la homosexualidad- están básicamente perdidas y requieren un cambio de estrategia.

El declive del catolicismo en Latinoamérica

Pero tiene que darse prisa. América Latina también está perdiendo la fe. De acuerdo a una reciente muestra –Latinobarómetro- que cubre dieciocho países de la región, aquellos que se definen a sí mismos como católicos han descendido del 80% en 1995 al 67% en 2013. Todo indica que la tendencia continúa y continuará su curso. Tres factores parecen ser decisivos en el declive de la hegemonía católica en el subcontinente. En primer lugar, cierta evidencia sugiere que una combinación de progreso económico, estabilidad política, mayor acceso a educación formal y redes de protección social tienden a producir procesos de secularización cultural en el mediano plazo. Este parece ser el caso de países como Chile y Uruguay en Sudamérica. La tradicionalmente influyente Iglesia Católica chilena representaba al 74% de la población en la década de los noventa, pero en 2013 se encontraba en torno al 57%. En el mismo lapso, el catolicismo en Uruguay descendió del 60% al 41%. En ambos casos, esta caída está correlacionada con un aumento en la población atea, agnóstica o sin creencia religiosa (en Chile subieron del 8% al 25%, mientras en Uruguay del 18% al 38%).

En segundo lugar, especialmente en Centroamérica, el descenso del catolicismo no está relacionado con la pérdida de la fe sino con su reemplazo. En Nicaragua y Honduras, por ejemplo, la población católica baja un 30% en menos de veinte años. Sin embargo, cada punto que pierde el ejército vaticano lo ganan las denominaciones protestantes evangélicas. Costa Rica, Panamá y El Salvador experimentan el mismo fenómeno. La pobreza sigue siendo el caldo de cultivo ideal para la expansión de esta corriente que combina fundamentalismo doctrinario con sentido comunitario y esperanza de redención en contextos agobiados por el crimen y la droga.

El factor final pareciera ser la pérdida de legitimidad social y poder cultural de una institución azotada por denuncias de abuso sexual. No hay manera de establecer causalidad científica entre ambos fenómenos, pero es una especulación válida. El caso de Chile parece confirmar la hipótesis: es tan amplia la variedad de sacerdotes implicados –desde históricos defensores de los Derechos Humanos en tiempos de Pinochet hasta curas de la elite santiaguina, desde carismáticos guías espirituales hasta encumbrados obispos- que prácticamente todos los sectores de la sociedad se han visto conmovidos. En contraste, la revelación de las atrocidades de Marcel Maciel no parece haber afectado sustantivamente la adhesión religiosa de los mexicanos.

México es ciertamente la excepción continental. Junto a Brasil, se trata de las dos naciones más habitadas de América Latina. Ambos países son conocidos por su fervor religioso popular. Pero mientras en Brasil el catolicismo habría bajado sutil pero progresivamente (de un 78% en 1995 al 63% en 2013), México sería el único país que ha aumentado su militancia apostólica romana (del 77% al 79% en el mismo período). El Ángel de la Independencia no se equivoca cuando le dice al Papa que la CDMX es “su casa”. Por su parte, Francisco entiende que México es el bastión del catolicismo que resiste a pie firme el avance de la secularización y el descreimiento. A fin de cuentas, los doscientos millones de humildes habitantes de la generosa tierra azteca valen por varios sofisticados estados europeos. Por lo mismo, Juan Pablo II estuvo cinco veces en México y hasta Ratzinger se dio el tiempo para hacer una visita en su corto pontificado. A fin de cuentas, de los fieles es el reino de los cielos. Hay que seguir sembrando allí donde –sabemos- la tierra es fértil y la cosecha es abundante.

Los requisitos de un Estado Laico

Sin embargo, que el Papa se sienta a sus anchas en una nación mayoritariamente católica no implica que las instituciones del estado deban comportarse como fieles ordinarios. Una cosa es que el Ángel de la Independencia esté descriptivamente en lo cierto. Otra cosa es que el Ángel de la Independencia esté normativamente en lo correcto. Aquí aparecen los problemas para un país que se reconoce a sí mismo como constitucionalmente laico. No es un problema exclusivo de los mexicanos. Ocurre en todas partes del mundo y especialmente en Latinoamérica, sin importar si se trata de regímenes de izquierda o de derecha. Hugo Chávez fue prolífico en invocaciones divinas y Nicolás Maduro ha seguido sus pasos. En Ecuador, Rafael Correa no oculta sus convicciones religiosas a la hora de argumentar en el debate público. La última campaña de Daniel Ortega en Nicaragua estuvo plagada de alusiones cristianas. En Chile, el ex presidente Sebastián Piñera sostuvo expresamente que su gobierno no era neutral respecto de la religión. En su visión, el estado tenía todo el derecho de movilizar sus recursos para promover una determinada espiritualidad religiosa. Es decir, parece que en América Latina tenemos un problema de comprensión respecto de lo que implica vivir en un estado laico efectivo y no meramente nominal.

Es importante señalar que la laicidad de un sistema político no se juega –necesariamente- en el gasto público involucrado en una visita papal. Francisco es la cabeza de la Iglesia Católica pero también es el representante diplomático del pequeño estado Vaticano. Que se trate de un territorio geográfico irrisoriamente acotado no implica que no tenga importancia política. Cuenta la leyenda que un sarcástico Stalin preguntó, para medir el verdadero poder del Papado, cuántas divisiones militares comandaba Pio XI. Pero los tiempos han cambiado y el poder no se mide –solamente- en tanques y portaaviones. Guste o disguste, el Vaticano sigue siendo un actor (medianamente) relevante en el concierto internacional. No es casualidad que Francisco haya debutado con una encíclica dedicada a la discusión medioambiental y los desafíos de la humanidad para preservar nuestra “casa común”. El Papa entiende que ese poder simbólico –no hablemos de autoridad moral- debe alimentarse en la frontera de los debates éticos contemporáneos. En síntesis, el estado mexicano está razonablemente legitimado para invertir en sus relaciones con el Vaticano sin violar –por el hecho de desplegar sus recursos- su compromiso con la laicidad. Evidentemente, Peña Nieto entiende que su gobierno debe mostrarse tan entusiasta como una quinceañera para conectar con la frecuencia emotiva de la mayoría ciudadana. Sería una acusación de aprovechamiento político tan obvia como inevitable. No conozco Jefe de Estado que se niegue conscientemente a usufructuar de esa experiencia empática.

La violación de la laicidad se gatilla en otras circunstancias. Es un principio que generalmente se desagrega en tres sub-principios. Primero, los estados deben garantizar la libertad de culto de sus ciudadanos. Segundo, las instituciones del estado no deben hacer diferencias en el trato que otorgan a las distintas confesiones religiosas existentes. Tercero, las instituciones del estado tampoco pueden hacer diferencias entre la religiosidad y la no-religiosidad. Libertad, igualdad y neutralidad son requisitos del mismo edificio normativo. La mayoría de los países de nuestra región cumple satisfactoriamente el primero (salvo cuando se trata de la tribu Rastafari: nuestras policías no entienden el consumo de cannabis como ritual sagrado). Por la casi incontrarrestable predominancia católica en Latinoamérica, varios sistemas políticos han tenido problemas para encarnar el principio de igualdad religiosa. Es común que varios ordenamientos jurídicos todavía concedan ciertos privilegios al catolicismo. Finalmente, el principio de neutralidad es el más esquivo. La influencia política de la población no creyente –que recién se empieza a organizar como tal- es todavía escasa en la porción que va desde el Río Grande a Tierra del Fuego. Por ende, los gobernantes no se toman muy en serio aquello de mantener distancia entre las preferencias metafísicas de la gente. A muchos de ellos les parece perfectamente normal instalar pesebres navideños en dependencias públicas o financiar celebraciones religiosas con dinero fiscal. Se trataría, a fin de cuentas, de expresiones culturales más que religiosas, profundamente enraizadas en los modos tradicionales de un pueblo. Pero bajo esta apariencia ecuménica se esconde un sutil mensaje de promoción oficial de la religiosidad, que en ciertos contextos será difícil de conciliar con las demandas de un estado laico.

En otras ocasiones, el mensaje no es tan sutil. Hace pocos años, la alcaldesa de Monterrey –en un acto público- entregó las llaves de la ciudad a “nuestro señor Jesucristo, para que su reino de paz y bendición sea establecido”. A continuación, fundando una teocracia local, abrió las puertas del municipio “a Dios, como la máxima autoridad”. Ella se excusó señalando que se trataba de opiniones a título personal. Sin embargo, las llaves de una ciudad no se entregan a título personal. También señaló que siempre ha sido respetuosa de las creencias de los regiomontanos. Pero eso no está en discusión. Una vez más, estamos frente a la incomprensión de los principios que establecen la separación institucional entre estado e iglesia. Otras tres autoridades locales habrían hecho lo mismo, según consta en la prensa mexicana.

¿Ha realizado la administración de Enrique Peña Nieto actos que violenten el principio de laicidad a propósito de la visita del Papa? Eso deben juzgarlo los mexicanos que por estos días deben sufrir un bombardeo mediático con colores vaticanos. Lo que he querido ofrecer es un estándar o criterio general para evaluar las acciones de los gobernantes. No se rompe la promesa de laicidad solamente cuando se promulgan leyes o políticas públicas que favorecen explícitamente una determinada visión religiosa (o anti-religiosa) sobre las demás. También se fractura cuando se ejecutan actos o profieren declaraciones que envían un mensaje simbólico respecto de cuáles son las adhesiones religiosas “correctas” de la población, generando indirectamente la sensación de que existen ciudadanos de primera y segunda clase frente a los ojos del estado. Los gobernantes, especialmente en el entusiasmo febril de estas visitas papales, deben cuidarse de abusar de lacapacidad expresiva del aparato público para no generar esa percepción en aquellos que no son católicos (en nombre del principio de igualdad) o bien no son creyentes (en nombre del principio de neutralidad). No basta con constatar que el gobierno ha desembolsado importantes sumas de dinero fiscal, pues uno presume que haría lo mismo si la visita fuera de otros jefes de estado como Barack Obama o la reina Isabel II. Se requiere un acto o declaración –aunque sea lírica, discursiva o performática- que utilice la investidura y la tribuna oficial para afectar la percepción de igualdad ciudadana.

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