¿Cuánto Estado?

5 de Junio 2019 Columnas

A riesgo de simplificar y consciente de que la cuestión es mucho más compleja, puede decirse que el liberalismo se agrupa en dos grandes corrientes. Por un lado, tenemos lo que se denomina como “liberalismo clásico”, esto es, la tradición que, al menos desde John Locke, pone el énfasis en las libertades individuales por sobre cualquier tipo de intervención gubernamental. Es lo que Isaiah Berlin, siguiendo a Benjamin Constant, llamó “libertad negativa” o ausencia de coerción por otros.

Una segunda tradición refiere a lo que Friedrich von Hayek entendía como “liberalismo continental”, el cual considera al Estado como el garante de la libertad. Es el concepto “positivo” de libertad, es decir, la capacidad de los individuos de ser dueños de su voluntad. En este último ejemplo, el individuo es considerado como miembro de una colectividad y, por eso mismo, debe estar dispuesto a perder grados de libertad para reforzar el común.

La modernidad se caracteriza por combinar ambas escuelas; no existe, de hecho, una división taxativa entre el liberalismo clásico y el continental, por mucho que la diferenciación sea útil para ordenar el debate. Como dice Leonardo García, “el derecho establece normas que […] restringen la libertad negativa para que sea posible preservar [las] libertades positivas o las libertades negativas de otros”. Todos los días, nuestras libertades individuales son puestas a prueba por decisiones que provienen de la autoridad, con el fin de fortalecer la actividad política en comunidad. Si así no fuera, los Estados no existirían y estaríamos sujetos a una suerte de anarquía libertaria.

Ahora bien, la respuesta de hasta dónde puede o debe intervenir el Estado no es clara ni menos unívoca. Permítaseme un ejemplo personal: Hace unas semanas fuimos a San Pedro de Atacama, lugar que ha sufrido cambios profundos en los últimos años. Uno de ellos, y quizás el más importante, es que la ciudad y sus alrededores han sido fuertemente intervenidos por el Estado. ¿La razón? Se busca preservar el patrimonio a través de una serie de restricciones que impiden la circulación de los individuos en espacios turísticos que, en años pasados, eran de uso cotidiano. ¿El resultado? Lugares como el Valle de la Luna están muy bien conservados, pero ahora no podemos caminar libremente por sus dunas y senderos. Mi primera impresión al ver las señaléticas que guían el camino de los turistas (y que están ahí como espejos de la autoridad) fue de crítica y malestar. Sin embargo, al poco tiempo comprendí que la conservación y el futuro de este tipo de lugares dependen y requieren de la intervención gubernamental. Al menos en este caso, pareciera que las bases de la vida colectiva son más sólidas y legítimas que nuestras aspiraciones y deseos individuales.

Publicada en La Segunda.

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