El cosmos de los carcamales

16 de Enero 2018 Columnas

Si la ridiculización, como afirma Eduardo Fuentes, procura un gran placer, entonces habrá que admitir que muchos intelectuales conservadores se lo han pasado en grande. Él mismo, supongo, no quería privarse de ese placer cuando, a modo de objeción, me replicaba “que los humanos tenemos la porfiada costumbre de provenir de relaciones sexuales”.

Pero tomemos otro ejemplo de esa caricaturización, esta vez de un referente del pensamiento conservador contemporáneo. En un especial de la revista Humanitassobre la “ideología” (sic) de género, aparece un artículo de Robert P. George, insigne exponente de la “New Natural Law”, titulado La ideología de género y el liberalismo gnóstico (omito todas las comillas que lleva el título original y que anticipan las predecibles reservas del autor).

Pues bien, este artículo tiene el dudoso mérito de tratar la “ideología” de género como un bloque monolítico de pensamiento que dependería, en último término, de una única premisa antropológica: el dualismo mente-cuerpo. Esta premisa alimentaría lo que él denomina el “liberalismo social”, esto es, la opinión favorable a la libertad/libertinaje (según se lo quiera ver) sexual, desvinculada de la realidad corporal esencialmente masculina o femenina.

Pasemos por alto todas las simplificaciones en que incurre George (todos los partidarios de la ideología de género son “liberales” y “dualistas”) y la incongruencia que su diagnóstico presenta con lo que, en su misma línea, podría denominarse el “conservadurismo social”, el cual suele predicar que la teoría de género la cultivan un grupo de conspiradores de inspiración marxista. Concentrémonos, entonces, en el monismo (o hilemorfismo, mejor) que predica George y al que constantemente apelan los conservadores aquí y en otras partes.

Dicho hilemorfismo resultaría totalmente anodino e ineficaz en una discusión como ésta si no supusiera o implicara preceptos acerca de lo que significa “verdaderamente” ser “hombre” o ser “mujer” y si no impusiera obligaciones morales acerca de cómo vivir la propia sexualidad. Pues el punto no es simplemente, como afirma Fuentes, que la sexualidad tenga una relación esencial con la procreación. Ese es un hecho que nadie discute. El punto es si acaso es cierto que las únicas relaciones sexuales lícitas son las que practican los esposos y están “abiertas” a la procreación. En ese sentido, el que simplifica la argumentación de los conservadores es Fuentes, y no yo. La discusión no es acerca de cómo nacen los niños (nadie ha defendido que deban hacerlo en probetas) sino si, con vistas a la regulación de la vida en común, la sexualidad es y debe ser lo que autores como George sostienen. En la filosofía de ese autor, sólo ciertas relaciones sexuales son lícitas y sólo cierta concepción de las mismas debe ser permitida y promovida por el Estado. Para él todo lo demás atraviesa un mismo arco de vicio que, pasando por la “fornicación”, termina en la transexualidad, como expresión suma de la degeneración moral y física. Y todo eso significa, además, que todos los discursos que difieren del suyo son, en el mejor de los casos, insustancialmente amorales, y en el peor, simples apologías del libertinaje.

Ahora bien, ¿existe algún modo de sostener la postura de George sin creer en el argumento de la “función natural” y, en último término, del orden cósmico a que me refería en mi columna anterior (y que no, no tiene que ver con la gravitación universal)? ¿Es falso, por último, lo del argumento de la función natural y el orden cósmico? Leamos tan sólo dos pasajes (se podrían citar muchos más) del que seguramente sea el filósofo predilecto de George, Tomás de Aquino:

“Y como en el vicio contra la naturaleza el hombre traspasa las leyes naturales del uso de los actos venéreos, en esa materia dicho pecado es gravísimo […] En las otras especies de lujuria se traspasa solamente algo que está determinado conforme a la recta razón, supuestos, no obstante, los principios naturales”.

“Este es el sometimiento [económico o civil] con el que la mujer, por naturaleza, fue puesta bajo el marido; porque la misma naturaleza dio al hombre más discernimiento”.

Para comprobar la conexión entre la transgresión del orden natural y el castigo, leamos un pasaje del, por otra parte, entrañable Bartolomé de Las Casas, que en este punto se alinea con la opinión común de su época:

“[L]a sociedad sería perjudicada porque por esos pecados de blasfemias y sodomía suelen sobrevenir pestes, hambres y terremotos, como se dice en el Auténtico: Que los hombres no practiquen actos lujuriosos contra la naturaleza ni juren por sus cabellos ni blasfemen contra Dios bajo pena capital no sea que —dice— si se descuida esto (es decir, el castigo de tales pecados), resulte que la ciudad y el Estado queden perjudicados por estos actos impíos”.

Y si, al día de hoy, una estudiante, luego de varias simplificaciones, admitiera que “el caso trans” es “con certeza, uno particularmente doloroso”, para añadir, empero, a renglón seguido, que “poco interesa a los trans la posición ontológica que posee su cuerpo”, ¿sería muy injusto objetarle que le está pidiendo a las personas trans que se sacrifiquen con vistas a la preservación de un orden cósmico? ¿Sería muy virulento afirmar que, según su concepción, tales personas, sus vidas, son menos importantes que ese orden?

Robert George se lamenta de que la sexualidad sea “un medio para nuestros fines subjetivos”. Sin embargo, ¿qué más quiere que sea, si no? ¿Debemos acaso concederle autoridad a gente como él para que decida por nosotros lo que podemos o no hacer?

Ciertamente, habrá algunos que sean libertinos o viciosos. Pero ese no es el punto. Reivindicar la autoridad sobre la propia persona no es lo mismo que defender el libertinaje ni propiciar la disolución de la sociedad, aunque los conservadores tiendan a verlo así. Por lo demás, si existe ese orden cósmico, seguro que puede sostenerse y defenderse por sí solo.

Publicado en El Líbero.

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