Constructivismo constitucional

21 de Noviembre 2019 Columnas

El acuerdo por una nueva Constitución es una buena noticia, tanto por la forma como por el fondo de lo allí pactado. Hay que tener cuidado, no obstante, con creer que una nueva Carta solucionará todos los problemas que aquejan a la sociedad chilena. Además de ser ingenuo, este argumento colinda peligrosamente con la ingeniería social.

Junto a un grupo de académicos hemos venido planteando la necesidad de que el país recupere su tradición constitucional cuando se formule un nuevo cuerpo legal; esa misma que nos unió durante gran parte del siglo XX, y que tanto el maximalismo de la UP como la dictadura arrojaron al despeñadero. Esto significa que, al igual que el gobierno y la oposición actuales, estamos a favor de un marco constitucional diferente al que nos rige, lo que no quiere decir, sin embargo, que Chile requiera comenzar su convivencia política todo de nuevo.

El gran problema de la Carta de 1980 no es su ilegitimidad de ejercicio, sino la fórmula originariamente utilizada por Jaime Guzmán para concebir el proceso constituyente: además de residirlo en la junta militar (mecanismo del todo antidemocrático), realizó una “revolución” constitucional de corte constructivista, intentando con ello refundar el país ideológicamente luego de que el Golpe lo destruyera militarmente. El político conservador por excelencia sacó a relucir, vaya paradoja, las garras de la ingeniería social para barrer de una vez y para siempre con el “cáncer marxista”. Una revolución la reemplazó con otra.

Aquellos que desde la izquierda claman hoy por una acción similar están, quiéranlo o no, cometiendo un ejercicio igualmente constructivista que el de Guzmán. Supuestamente más “participativo”, pero igualmente refundacional. Los políticos que, como Jorge Sharp, se han mostrado a favor de “constituir el poder constituyente” con el propósito de “cambiar radicalmente” Chile, están abriendo las puertas a que la discusión constitucional vuelva a foja cero, entendiendo a la pasada que la tan mentada “hoja en blanco” es la panacea para nuestras diferencias. Hay aquí un gesto autoritario por parte de las élites que se arrogan la representación de la calle y deciden, así sin más, “acordar” que esta es la única opción para sacarnos del atolladero. Por el contrario, si la “hoja en blanco” no es tan “blanca”; esto es, si, en los casos que corresponda, retomamos como piso mínimo la larga tradición constitucional chilena —comenzada en la década de 1820 y reformada paulatina y progresivamente— será más factible llegar a un acuerdo en los artículos constitucionales en que haya un mayor grado de discrepancia. De ese modo, estaríamos, mediante un reacomodo de lo ya conocido, poniendo al día al país en materia de derechos políticos, económicos y sociales. ¿Muy conservador? No, profundamente realista y pragmático.

Publicado en La Segunda.

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