Cinco décadas

4 de Junio 2023 Columnas

Las tres horas y media de la cuenta pública de Gabriel Boric dará probablemente para infinitos análisis. Pero por ahora, estos se han centrado mayoritariamente en los chascarros, temas económicos y factibilidad de los proyectos anunciados por el mandatario.

Quizás por la duración de sus palabras, pocos han reparado en sus últimos puntos, donde la emocionalidad que había tratado de imprimir cobró real intensidad. “Los 50 años del golpe de Estado son una ocasión propicia para que reafirmemos que ninguna diferencia entre nosotros nos llevará a descuidar y dejar de defender la democracia y los derechos humanos”, dijo, generando una ovación de pie casi unánime en los presentes.

Casi, porque los “porfiados negacionistas” -término que había acuñado anteriormente- también estuvieron ahí. Mientras todos y todas, incluyendo a los representantes de las FF.AA., se levantaron de los asientos para aplaudir enérgicamente, el Partido Republicano se mantuvo incólume en sus puestos. Porque todavía hay quienes eligen no creer.

Y esto puede entenderse en gran medida por el concepto del sesgo de confirmación, que explica cómo los humanos entendemos y buscamos la información en la medida que esta respalda nuestras creencias preexistentes. Si bien aquello permite facilitar nuestra comprensión de la realidad, también se convierte en una limitante, pues uno termina creyendo lo que quiere creer.

Esto aplica también, lamentablemente, en el plano de los derechos humanos. Chile ha intentado avanzar en la transición desde los ’90, a partir de investigaciones oficiales como el informe Rettig y los textos de las comisiones Valech I y II, que intentaron dilucidar lo que había pasado con quienes fueron ejecutados políticos, detenidos desaparecidos, presos y torturados.

Los tribunales también han hecho lo suyo, a partir de las investigaciones que -aunque módicas- han determinado que algunos de los gestores de este trauma nacional hayan terminado presos. Como sociedad entendemos que la justicia la administran las cortes y que aquello constituye la verdad jurídica. Y así debiera ser también en este caso.

No se entiende entonces que, 50 años después, todavía haya personas que incluso desde puestos de poder pongan en duda situaciones que no solo han sido ampliamente documentadas, juzgadas y sancionadas, sino que además provocan todavía un dolor que como país no hemos superado. Y cuando otros plantean que es hora de dar vuelta la página, no entienden que la memoria es la única arma que nos protegerá de volver a odiarnos tanto, que nos asesinemos por pensar diferente.

En ese marco, se plantea la necesidad de sancionar el negacionismo, pese a que los que no quieren asumir lo que pasó afirman que aquello va contra la libertad de expresión. Pero estos obvian que incluso aquella garantía tiene un marco de acción, definido por no pisotear otras facultades de mayor jerarquía, como la honra y la vida. Y si suelen compararse con países desarrollados, cierran los ojos cuando se habla de cómo otras naciones sancionan incluso penalmente a quienes rechazan la verdad: Alemania lo hizo respecto de la apología al nazismo, así como Francia, por nombrar algunos.

Quienes hacen oídos sordos y niegan el dolor que sienten todavía más de mil familias de detenidos desaparecidos, que no han podido ni siquiera saber dónde están los cuerpos de sus padres, madres, abuelos o hermanos, no se dan cuenta de que están aumentando y manteniendo más abierta aún una herida que no cierra con el paso del tiempo.

Cuando el consejero constitucional Luis Silva afirma que Augusto Pinochet era un “estadista” y otros excandidatos del Partido Republicano incluso se atrevían a decir públicamente que los detenidos desaparecidos no fueron más de 30 o que no existieron, no sólo están negando la historia, sino que abofetean en la cara una vez más a esas familias. Porque lo que para otros puede ser algo que ya pasó, para ellas el tiempo se detuvo hace cinco décadas y no pueden dar vuelta una página que aún duele.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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