El cambio climático reveló que el sistema de planificación territorial en Chile es bastante precario a la hora de enfrentar contingencias climáticas como las recientemente acontecidas.Si bien hay una larga historia frente a desastres naturales como el comportamiento sísmico, ante el cual para evitar las fallas estructurales de edificaciones hemos liderado las mejoras de estándares y normativas, Chile aún tiene significativos aprendizajes por delante. Del mismo modo que hemos comprendido que somos un país sísmico, debemos entender que los efectos del cambio climático, como inundaciones e incendios, también ocurren a lo largo de nuestro territorio. Pocas dudas quedan que, frente a la crisis actual, tendremos que reaccionar y hacer, y debe ser muy pronto.
La obvia realidad es que Chile es un territorio formado por cuencas hídricas y bordes de mar, y ésta se ha hecho más evidente y presente por los crecientes riesgos producto del cambio climático. Estamos continuamente expuestos a escenarios donde aumentan las probabilidades de contingencias. Estas se han manifestado en eventos que cada vez generan un mayor estrés por la magnitud de su impacto. Por ello, ya no es tolerable continuar reaccionando a estos eventos; la emergencia ya no tiene sustento frente al desespero de los habitantes. Se espera que un país como Chile, que ya ha adquirido un cierto nivel de desarrollo, gobernabilidad y capital humano, conocimiento científico, y manejo de tecnología, debiese ser capaz de mucho más que sólo tener una actitud reactiva frente a las emergencias climáticas.
Casi no hubo ninguna noticia o columna de opinión acerca de las recientes inundaciones que no hiciera alusión a la planificación del territorio. El profundo reclamo es por una planificación que se hubiese manifestado antes de ese momento de desgracia, donde casas, cerros y caminos se inundaban bajo una implacable lluvia. Las escandalosas emergencias frente a las inundaciones aparecen en noticieros y diarios como nítidas aberraciones de una mala planificación. El punto es de qué manera pasar de la constante reacción a la anticipación para prevenir la emergencia.
Si un país una y otra vez se inunda e incendia, la respuesta es clara. Muchos expertos están de acuerdo que nuestra planificación no está funcionando como debiera. Mientras algunos dicen que ya tenemos todos los instrumentos de planificación territorial, donde el real problema es que están diseminados en distintas reparticiones de la administración pública de forma descoordinada y desvinculada, otros plantean que, aunque sí hay una planificación, ésta no alcanza a constituir un sistema y está supeditada a un solo instrumento: el plan regulador.
Estos planes cumplen una función normativa de establecer zonas de usos de suelo, define algunos tipos de vías y establece densidad de población, todo ello primariamente sólo en áreas urbanas. Sin embargo, ante una realidad de alta complejidad territorial, se requiere un verdadero sistema de planificación capaz de enfrentar al menos dos grandes desafíos: primero, dar la mejor calidad de vida, sobre todo disminuir las inequidades, marginalidades, precariedades y periferizaciones en todos los ámbitos urbanos y rurales. Y segundo, gestionar el creciente estrés al que se ven enfrentadas las comunidades en sus territorios relacionados a los impactos del cambio climático. Ambos permanecerán, aunque existiera el mejor plan regulador posible de imaginar.
Dado que el actual instrumento de planificación es básicamente una zonificación de suelo, sus procesos de elaboración son lentos, porque tienen sentido para el desarrollo de largo plazo. Además, como dependen de voluntad política, sus actualizaciones son aún más lentas y, como su capacidad de acción está basada en los permisos solicitados, su naturaleza es ser un instrumento pasivo. A esto se suma que, como único instrumento normativo, tienen que intentar dar solución a muchas otras problemáticas, por lo que sus procesos de autorizaciones para edificar -denominadas como permisiología - son lentas y aumentan la incertidumbre de aprobación.
El que sean lentos, desactualizados e influenciados, son todos síntomas del problema, no el problema. Puede parecer contraintuitivo, pero no es la “permisiología la que nos está matando” como dijo hace algunas semanas el expresidente Eduardo Frei, más bien es la inexistencia de un sistema de planificación que tenga los instrumentos con sus adecuados objetivos, alcances y funcionamientos para las complejas problemáticas y contingencias territoriales.
Además, y por cierto muy grave, este instrumento no es vinculante con la ciudadanía. Aquellos que viven en esa comuna y en esa ciudad no están integrados en la poca planificación existente. No es necesario que se realice un plebiscito, pues existen muchas otras formas de vinculación productiva y sinérgica que permitirían llegar a acuerdos de cómo vamos a convivir en nuestro territorio. La escasez de vinculación es crítica, pues es un debilitamiento del ejercicio democrático que tenemos como derecho ciudadano esencial. El costo de esa escasez de democracia es el que da espacio al lobbismo, a las presiones de grupos de interés por obtener ventajas, y expone el desarrollo territorial a la corrupción. En cambio, una efectiva existencia de la participación ciudadana es también esencial para eliminar casos de la corrupción, pues funciona como un mecanismo que relaciona directamente a las personas que viven en un territorio con las directrices que éste toma, dejando menos espacio para intermediaciones.
Debemos convencernos de que las complejas situaciones que enfrentamos y los conflictos de convivencia territorial que se están presentando, requieren de un sistema de planificación territorial que debe ser robusto, integrado, complejo y dinámico. El proceso de este camino es complejo y largo pero nuestro bienestar depende de ello. Lo que está en juego son vidas humanas y el futuro de un país que se inunde y se incendie menos.
Publicada en
El País.