En vista de la “crisis de seguridad” que les tocó “enfrentar como gobierno”, la ministra Vallejo ha sostenido que “es difícil ponerse como meta combatir sensaciones”. Por cierto, la declaración es sintomática de una generación que ubicuamente apela a un “siento que” que reclama inmunidad epistémica (quien retruque a su contertulio que está sintiendo de modo equivocado, o es una bestia social o un sociópata: sensaciones pueden ser o no honestas o apropiadas, pero no verdaderas o falsas), en vez de un tedioso “pienso que” abierto al escrutinio crítico. Suponiendo que lo que quiere decir es que hay que combatir las condiciones sociales que están a la base del miedo y no la sensación (después de todo dispensar Valium en el agua potable no sería una opción ni con la Constitución actual ni con la propuesta), sería un tremendo error suponer que la sensación no es decisiva o que bastaría presentar una hoja Excel en sus vocerías para decretar el paraíso terrenal (la que, además, tampoco ayudaría).
Las sensaciones son importantes. Ellas suelen motivarnos para actuar (aunque Kant sostenga que basta con el respeto racional a la ley moral). Y si bien el miedo es un recurso evolutivo fundamental para gestionar el peligro (si se encuentra con un oso no irá a hacerle cariño), es un pésimo consejero para vivir. Que las personas en su lecho de muerte suelan arrepentirse no de lo que hayan hecho tanto como de lo que no hicieron, es un buen indicio de cómo esta sensación suele gobernar nuestras vidas en modos restrictivos. En la “crisis de seguridad” damos rienda suelta a sus funciones evolutivas: huimos y atacamos. Nos volcamos sobre nosotros mismos, cambiamos nuestros hábitos, y desconfiamos aún más de los otros, desconocidos ahora amenazantes. Así destruimos parte de aquello que hace valiosas nuestras vidas y seguimos socavando nuestro ya tan apolillado tejido social haciendo menos probable la posibilidad de una comunidad civilizada (y desarrollada).
Otra razón para prestarle atención es que el miedo tiene réditos políticos. Quizás porque el miedo es tan humano, el superhéroe que mejor lo encarna es Batman, un humano sin superpoderes, aunque con cualidades excepcionales. Batman llega a ser lo que es por el miedo y el miedo lo mueve. El asesinado de sus padres por un delincuente y el pozo con murciélagos en que cayó de niño transformaron a Bruce Wayne en Batman (Wayne es el disfraz de Batman, no al revés): un vigilante nocturno que intenta dominar y mantener el orden mediante el miedo en el caos criminal de ciudad Gótica. No son pocos los que hoy lo quieren emular. Y como van las cosas, probablemente quien logre articular una promesa creíble de seguridad (quizás con una ley que vaya más allá de la ley, como Batman) obtendrá los votos del miedo ciudadano. Así estamos. Sobra decir que no provendrá de los partidos gobernantes, tampoco del de la ministra.
Publicada en La Segunda.