Cuando no hay amor ‘de mamá’, o cuando no se respetan derechos básicos, o cuando no hay acceso al reconocimiento social por nuestros méritos, se deteriora la salud mental: aparece la pena y el resentimiento insanos o patológicos.
El resentimiento es sano, o decente, cuando responde a una situación de injusticia. Es sano porque ayuda potencialmente a que como sociedad seamos más justos. El resentimiento es menos sano cuando se transforma en franca envidia. El envidioso quiere lo que otro (rival) tiene; se siente eclipsado por ese rival, porque a su lado no puede sino sentirse “inferior”. Quiere ser amo, pero se siente esclavo. Es, la envidia patológica/indecente, una envidia de status. Quiere hacer daño al (status del) rival, porque siente que es su única alternativa para reivindicarse, salir de la inferioridad. La posibilidad de generar algo valioso por sí mismo le está vedada.
Por supuesto, el resentimiento ni la envidia son e-mociones puramente individuales. También “mueven” a los pueblos. Si queremos disminuir como sociedad el poder de la envidia, y además de tratar de mejorar la distribución de la riqueza (¡el tiempo nos ha enseñado que tratar de resolver la inequidad material lleva demasiado tiempo!): ¿Podemos hacer algo más? Sí. Como Familia, como Escuela, y como Estado podemos aliarnos. Tenemos múltiples maneras de generar la convicción de que todos los habitantes del territorio somos valiosos. Por ejemplo, enseñar a nuestros niños que el desarrollo humano no está primariamente asociado al dinero ni al estatus, y que en una sociedad diversa hay una multiplicidad de vías para la desarrollarse (“ser feliz”): el arte, el servicio social, la conexión con la tierra, el emprendimiento, la política…
¿Sería esto mejorar la “calidad” de nuestra educación?
Publicado en El Dínamo.