Abogado, ¿qué es para usted el ‘estado de derecho’?

9 de Noviembre 2021 Columnas

Esta pregunta tiene un contexto: el deber de “cuidar las instituciones” que configura el código de ética del Colegio de Abogados de Chile A.G. (2011) en su artículo 2, que exige al abogado “promover (…) la correcta y eficaz administración de justicia, y la vigencia del estado de derecho”. El código de ética de 1948, por el que se rigen los procedimientos disciplinarios de la mayoría de los colegios de abogados distintos al de Santiago, no hace referencia al ‘estado de derecho’ pero sí a la administración de justicia, en su oración inicial: “El abogado debe tener presente que es un servidor de la justicia y un colaborador de su administración” (artículo 1).

¿Cómo interpreta usted, abogada o abogado, este deber? Una interpretación natural es que se trata de un principio puramente declarativo, necesitado de especificación en normas de comportamiento en el mismo código que lo enuncia. Esto es razonable si se pone el énfasis en la ‘administración de justicia’ como objeto de protección.  Ambos códigos de ética (1948 y 2011) contienen reglas referidas a la relación del abogado con la administración de justicia, que en general persiguen evitar la introducción de distorsiones al procedimiento judicial.

El abogado que entiende que la esencia de una reconstrucción normativa de su profesión se encuentra en el ‘interés del cliente’ probablemente situará sus deberes para con la ‘administración de justicia’ dentro de una familia más amplia de deberes para con terceros (ajenos al cliente): otros abogados, la profesión jurídica, los medios de comunicación, etc. Esto le permite clasificar sus deberes en dos grupos: aquellos referidos al cliente, y aquellos referidos a todo lo demás. Es una imagen fácil de aprehender.

Esta caracterización del abogado como destinatario de deberes contrapuestos (y potencialmente en colisión) ha servido para explicar superficialmente la función de los códigos de ética, como cuerpos normativos que delimitan esos deberes para facilitar al abogado el ejercicio de su función. Pero no sirve para resolver antinomias concretas que puedan surgir en el proceso de aplicación autónoma de las reglas por el propio abogado, o en procesos de aplicación por un tercero imparcial. Esto explica que gran parte de la literatura especializada de ética de la profesión jurídica se haya dedicado en las últimas décadas a ofrecer criterios – ideológicamente mediados – de solución de antinomias, por la vía de postular un interés jerárquicamente superior que opere como razón excluyente. En la comprensión libertaria de la profesión ese rol lo ocupa el interés del cliente. Como reacción a ese paradigma surge una comprensión en algún sentido “comunitaria”, que postula que de vez en cuando el abogado debe desentenderse de los fines que persigue su cliente y elegir el curso de acción que promueva ‘la justicia’ en su sentido puro, no institucional.

Solo en base a intuición, postulo que los abogados chilenos entienden que el contenido ético de la profesión está determinado por estas dos posibilidades: servir al cliente o promover la justicia. Pueden ser extremos con los que no es necesario comprometerse demasiado; el abogado virtuoso puede ser el que busca el justo medio entre ambos. Pueden también servir como criterios de solución de antinomias, o de subsanación de lagunas normativas, que operan en el trasfondo del ejercicio diario de la profesión: cuando el código de ética no da una respuesta satisfactoria a un problema, se actúa en conformidad al principio que corresponda (servir al cliente o promover la justicia) según el compromiso ideológico del abogado.

Aquí propongo una interpretación alternativa, que pone el énfasis en la referencia al ‘estado de derecho’ y entiende que el deber de promover la vigencia del estado de derecho es una manifestación del ideal normativo esencial de la profesión de abogado: el de representar “el derecho”. Esto implica que este deber no está abierto a ponderación según sea el caso, sino que define la esencia de la profesión jurídica. Como tal, no puede ser especificado en normas ulteriores sino solo teóricamente.

¿Por qué ‘estado de derecho’? El principio tiene diversas acepciones que corresponden a tradiciones jurídicas distintas: rule of law anglosajón, Rechtsstaat alemán, État de droit francés, pero el elemento unificador es este: la legalidad es una forma especial de conducir las relaciones humanas, que hace improbable la arbitrariedad y permite a los seres humanos llevar vidas autónomas. El corolario es que el derecho merece una forma especial de respeto: fidelidad. Estamos acostumbrados a exigir esta fidelidad a los jueces y a otros operadores jurídicos – aparece implícita cada vez que alguien exige que “X se apegue al estado de derecho” –, pero estamos menos acostumbrados a exigirla a abogados. Esto se explica porque, la concepción de profesionalismo predominante en el ámbito de la profesión jurídica es aquella que pone el interés del cliente en el centro. Solo como contrapeso a ese paradigma dominante ha surgido la idea de que el abogado debe promover la justicia. Pero es común a ambas reconstrucciones del núcleo moral de la profesión de abogado que este opera “fuera del derecho”. Ya sea en tanto representante celoso del cliente o como paladín de la justicia, el sistema jurídico es más bien un estorbo para el abogado, un conjunto de normas que entorpecen el cumplimiento de su deber ético central (servir al cliente o promover la justicia).

La vigencia del estado de derecho – la primacía de la legalidad – depende tanto del abogado como de cualquier otro operador jurídico. Esto es menos claro en el contexto de la representación adversarial, pero es evidente, casi trivial, en el contexto de la asesoría. El abogado que asesora a un cliente o potencial cliente respecto de la legalidad de un curso de acción no actúa solo como autoridad epistémica. A diferencia del ejercicio profesional del médico o del ingeniero, que supone dominio técnico de los postulados de ciencias exactas, el material cuyo dominio técnico corresponde al abogado está compuesto primordialmente de enunciados lingüísticos, es decir, enunciados con contenido no solo semántico, sino también pragmático. Por esta razón el desempeño del derecho como fuente de razones para la acción es particularmente sensible a la interpretación y aplicación que hagan de esos enunciados lingüísticos sus interlocutores: jueces, funcionarios de la administración, y abogados.

Ahora bien, de la constatación trivial de que el derecho se compone de enunciados lingüísticos deriva una observación no trivial: el derecho está siempre en riesgo de instrumentalización para servir a fines ajenos a aquellos que pueden razonablemente atribuírsele.

Que el derecho puede ser instrumentalizado es un hecho que el futuro abogado aprende tempranamente en el curso de su formación académica. Pero dado que en esa formación al estudiante de derecho se le ofrece (normalmente) como paradigma de argumentación jurídica la función judicial, no es extraño que luego, en el ejercicio profesional, le resulte difícil situarse a sí mismo como destinatario de estándares de recta argumentación jurídica. Funcionalmente hablando, lo que ocurre es que el abogado no se entiende como “aplicador” de normas jurídicas porque está acostumbrado a reservar esa caracterización para la función judicial.

La instrumentalización del derecho puede tener lugar de distintas formas, todas las cuales suponen de alguna manera desconocer la conexión entre el contenido semántico y el contenido pragmático de las normas jurídicas. Así, disponer solo del sentido literal de una norma, o desentenderse completamente del sentido literal, constituyen ambas actitudes de desprecio por la necesaria conexión entre la dimensión semántica y la pragmática. Ahora bien, dado que esa conexión es irreduciblemente controversial, el ejercicio interpretativo motivado por la búsqueda de una correlación entre texto, sentido y propósito depende (casi) enteramente del compromiso moral del intérprete. En condiciones ideales, la fidelidad al estado de derecho supondría un compromiso moral de parte de los operadores jurídicos de interpretar el derecho “de buena fe”, es decir motivados por la búsqueda honesta de la conexión entre texto, sentido y propósito.

Abogada/o, ¿qué es para usted el estado de derecho? Si todavía lo entiende como un ideal que le corresponde defender a otros operadores jurídicos – a los jueces, a los funcionarios de la administración etc. –, la/o insto a considerar la posibilidad de que usted sea también uno de sus destinatarios. Si está buscando una regla en el código de ética que le indique un deber concreto, no la hay. Si la hubiera, diría algo como “el abogado debe mostrar fidelidad al derecho e interpretarlo de buena fe”. Y aunque el código de ética dispusiera de esa regla, ello no resolvería dos preguntas centrales: ¿por qué el abogado tiene ese deber? y ¿cómo se satisface?

La respuesta a la segunda pregunta se encuentra en la teoría del razonamiento jurídico. La respuesta a la primera se obtiene reconstruyendo la función del abogado como aplicador del derecho. Pero esa reconstrucción requiere de un compromiso moral de parte del profesional. Quizás también requiere de condiciones institucionales favorables a una cultura de respeto al estado de derecho – el derecho debe ser, en general, legítimo y autoritativo, y entendido como tal por los operadores jurídicos. Esto último no depende por cierto del abogado, pero si en algo puede contribuir a generar esas condiciones es asumiendo el compromiso moral de fidelidad al derecho que le corresponde.

Publicada en El Mercurio Legal.

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