- Doctor en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile, 2012.
- Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
- Licenciado en Humanidades, Ciencias de la Comunicación y Ciencias de la Educación, Universidad Adolfo Ibáñez.
- Periodista y Profesor, Universidad Adolfo Ibáñez.
Cines de antaño
Gonzalo Serrano
No quiero abusar de la paciencia de los lectores, pero voy a iniciar esta columna nuevamente hablando de un libro. En este caso de la novela “Última Función” de mi querido ex compañero y amigo Andrés Nazarala. En un resumen general, el tema principal es la estancia de un viejo crítico de cine en un hospital y sus divertidas y atormentadas divagaciones.
Pienso en esta novela a propósito del cine, el rol de los críticos y sobre cómo ha variado esta industria en las últimas décadas. Y es que esta entretención, como muchas otras cosas, ha evolucionado de forma significativa en este último tiempo. Antes de la televisión, vivió su época de esplendor durante gran parte del siglo XX como la principal entretención en el mundo occidental. Por esta razón, las salas proliferaran por la región: Brasilia, Colón, Condell, Imperio, Lux, Metro, Real, Rivoli, Valparaíso y Velarde en el puerto. Cine Arte, Olimpo y Rex en Viña del Mar. Quilpué también tenía su Velarde, además del Carrera, mientras que Villa Alemana intentaba retener a los espectadores en el Pompeya.
Basta con estos nombres para darse cuenta de que Valparaíso era la meca del cine. No solo de grandes películas, sino también de aquellas cuyos lujuriosos carteles generaban la curiosidad de los niños y el rubor de los padres. Viña del Mar, en cambio, sin muchas salas, brindaba un espectáculo más acotado y pacato.
Eran otros tiempos. Para conocer la cartelera había que conseguirse algún diario, idealmente El Mercurio de Valparaíso o La Estrella, porque si era de Santiago, corrías el riesgo de que no estuviera actualizado.
No había reservas, por lo que había que tomarse el tiempo y armarse de paciencia si se trataba de un estreno o de una película popular. En mi adolescencia, si llegabas y estaba lleno, no quedaba otra que aprovechar el permiso y dar varias vueltas calculando la hora de término.
Eran tiempos en los que un cine, el Olimpo, podía vivir en sana armonía con la chocolatería Sausalito de calle Quinta. Nadie te revisaba ni reclamaba. Un equilibrio natural entre una sana entretención y la cuota de azúcar suficiente para disfrutar la película sin quedarse dormido.
También aparece en los recuerdos el Cine Arte frente a la Plaza Vergara, fueron unos de los que mantuvieron esa la tabla con el mapa de los asientos y los números enrollados en pequeños papeles. La entrada venía con el número de la butaca correspondiente y el acomodador, con su linterna, era el encargado de guiarte en la oscuridad del espectáculo. ¿Cuánto había que pasar de propina? Nunca supe bien cuánto era mucho o cuánto era poco, sólo sé que di poco. Más de alguno aprovechó la falta de luz para pasarle la entrada haciéndole creer que era un billete de quinientos pesos.
Tampoco se me olvidan los trailers, esos que insinuaban de qué se trataba la próxima película y no te la resumían completa. “El mundo al instante” y sus “noticias” como el festival anual “Kinderzeche” en la pequeña comunidad de Dinkelsbuhl. Ya bastante iniciada la película, venían los intermedios que servían para ir al baño, una vieja tradición que quedó desde los tiempos en que el operador debía cambiar el rollo.
No quiero caer en el cliché de que todo tiempo pasado fue mejor. La experiencia de ir a un cine hoy es muy distinta a la de antaño. Los cines han buscado la forma de competir con televisores gigantes, plataformas digitales que estrenan sus propias series y largometrajes. Por eso es que se han transformado en una excusa para vender baldes de cabritas, bebidas gigantes y dulces a precios exorbitantes. En esta línea, los adelantos tecnológicos en los sistemas de sonido deben competir, en desigualdad de condiciones, con el ruidoso proceso de trituración de las palomitas de maíz a cargo de las muelas. La adrenalina corre por cuenta del espectador y no de la película: en cualquier momento, las blancas palomitas se transforman en una semilla dura como una piedra que puede hacer volar una tapadura en cosas de segundos.
Podríamos culpar a las grandes cadenas del fin de los cines como los conocíamos, pero fuimos nosotros, a través de los VHS y los clubes de video, los nuevos televisores, la comodidad de la casa los que los dejamos. Se fue una época, pero como bien lo ilustró Cinema Paradiso, quedan los recuerdos de grandes y malas películas, citas exitosas y otras fallidas, besos furtivos, manos que nunca se encontraron y otras que quedaron unidas para siempre gracias a la oscuridad de la sala.
Publicado en El Mercurio de Valparaíso.