2019 y 2020: Entre la amargura y la incertidumbre

29 de Diciembre 2019 Columnas

Resulta difícil realizar un recuento del año, cuando se tiene a la vista un acontecimiento tan preponderante como los hechos ocurridos a partir del 18 de octubre de 2019. El “estallido social”, como se le ha denominado, pareciera eclipsar cualquier otro suceso ocurrido antes o después. Incluso en un recuento de esta década, habría que retroceder hasta el 27 de febrero de 2010 para encontrar un hito de similares dimensiones.

La comparación no es casual. Permite realizar ciertas similitudes, aunque estableciendo, por supuesto, claras diferencias. Uno de los puntos en común tiene relación con la falta de previsión y torpeza de parte de cada uno de los gobiernos en el manejo de una situación de crisis.

Si retrocedemos en el tiempo, el 27 de febrero de 2010, a las 3:34 A.M., un terremoto de 8,8 grados afectó a gran parte de la zona central de país. El gobierno, presidido por Michelle Bachelet, descartó el peligro de un tsunami, en base a la información entregada por el Servicio Hidrográfico y Océano Gráfico de la Armada (SHOA). La falla de esta institución fue el resultado de una cadena de errores que demostraron la ineficiencia de este organismo como también de sus encargados, para cumplir una de las funciones para las cuales estaban mandatados. El resultado fue que muchas personas que se habían alejado de la costa, regresaran a ella, ante el anuncio de las autoridades de que no existía peligro de un maremoto. Esto fue especialmente grave en Talcahuano y Dichato, donde se registró el mayor número de muertes.

Si avanzamos en el tiempo, los errores cometidos por el SHOA son asimilables a los de la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) respecto a la quema de la estaciones del metro. Todavía pareciera existir una gran mayoría de chilenos que no parece asimilar o ponderar la magnitud que tiene un acto que, en cualquier otra parte del mundo, habría sido calificado como terrorismo contra el Estado. No se nos puede olvidar que la noche del 18 de octubre del presente, 20 estaciones de la red del metro de Santiago fueron incendiadas, de las cuales 9 quedaron completamente quemadas. No estamos hablando de iniciar el fuego en una quebrada, como lamentablemente ha vuelto a ocurrir en Valparaíso, donde todo prende rápidamente, sino de estaciones que son moles de concreto y acero y donde se necesita algo más que una molotov para generar un incendio.

La ANI pareciera no haber sido capaz de advertir cómo se había ido incrementando el malestar social, azuzado por la falta de tino de algunos ministros en sus declaraciones y de medidas como el alza del pasaje del metro en treinta pesos. Sin la información correcta o suficiente, el Presidente no fue capaz de separar la molestia social de los atentados al metro como dos hechos completamente diferentes en su discurso de la noche del 18 de octubre. Al final del día, fue la máxima autoridad la que, al no hacer esta distinción, terminó entregando una coartada perfecta a quienes planificaron y ejecutaron el ataque a las estaciones del metro.

Más allá de la similitudes que existen entre los errores cometidos por uno y otro organismo, hay otras dos diferencias fundamentales y que separan a ambos hechos en dos esquinas completamente opuestas. Nos referimos a la destrucción y a la reacción social de uno y otro hecho.

El costo en vidas humanas del 27 de febrero de 2010 fue cercano a las 524 personas, 181 de ellas, producto del maremoto. En materia de infraestructura, 12,8 millones de personas se vieron afectadas, 220 mil viviendas resultaron destruidas, 2 mil puntos de infraestructura pública se dañaron con el sismo y 17 hospitales fueron totalmente destruidos.

La ola de destrucción provocada desde el 18 de octubre aparece mucho más acotada, aunque no por esto menos grave. Lo mismo sucede con la víctimas fatales y las violaciones a los derechos humanos, cuya gravedad resulta incuantificable. Aunque pueda resultar increíble, lo que no pudo destruir la naturaleza, en este caso la red del metro, sí lo pudo hacer la mano del hombre, dejando una ola de daños que no sabemos cuánto va a costar recomponer. Lo más lamentable es que, en ambas situaciones, los más afectados terminan siendo siempre los que tienen menos recursos.

Respecto al segundo punto, exceptuando lo que ocurrió en Concepción con los saqueos, y que terminó siendo un vistazo de lo que se vendría más adelante, el 27 de febrero despertó en los chilenos un sentimiento de enorme solidaridad. El 18 de octubre de 2019, en cambio, ha resucitado sentimientos que creíamos muertos hace más de cuarenta años. De un momento a otro, el respeto por la autoridad, la democracia y la tolerancia se esfumó para dar paso a la violencia desatada, a la intolerancia y al quiebre de grupo de amigos e incluso dentro de las mismas familias, dejando una estela de odio que no sabemos cuándo se podrá superar.

Más triste aún, llegamos al 2020 con la incertidumbre de qué va a pasar y cómo nos vamos a relacionar con aquel sector de la sociedad que ve todo en blanco y negro, sin matices. Un grupo que no está dispuesto a convivir con quien piensa distinto y cuyo odio hacia el Estado, singularizado en la figura del carabinero, lo transforma o, mejor dicho, lo trastorna, hasta llegar a tal punto de querer su eliminación, en el sentido literal.

Esta violencia desatada va de la mano de una autoridad que deambula entre el discurso grandilocuente y la inacción, sin tener las herramientas suficientes para poder tomar decisiones y actuar. En especial, un servicio de inteligencia que haga honor a su nombre y un cuerpo de policía sensato y confiable.

Finalmente, y aunque no sea mi intención arruinar el final de año, entre el 2019 y el 2020 transitamos entre la amargura y la incertidumbre. La imagen de ese hombre levantando una bandera chilena en el barro, aunque a casi diez años, pareciera estar a un siglo de distancia.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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