Contratar o entregar recursos públicos a amigos es una práctica muy mal vista en la vida profesional contemporánea. Pero ¿no estaremos, en algunas áreas como la ciencia, llevando las cosas a un extremo opuesto, igualmente peligroso?
La actual crisis ha puesto a la actividad científica al frente de la mirada pública. En ocasiones parece que esta se centrara en el análisis de una infinidad de datos, que aparecen como su materia prima. Ya Kant sabía que no era así. Que empirismo y razón deben convivir en armonía.
Un virus ha puesto de cabeza al mundo. Nuestras mejores mentes buscan en laboratorios de todo el planeta una forma de derrotar a este enemigo poderoso y elusivo, que nos ataca con crueldad y se defiende victorioso de todo tratamiento. Un objeto increíblemente diminuto, que no solo no posee inteligencia ni voluntad. Ni siquiera –estrictamente hablando– posee vida.
No hay que preocuparse tanto por el futuro. Estamos mejor preparados que nunca para cualquier crisis. Conocemos bien al adversario. Conocemos mejor que nunca las dinámicas de la historia y de la economía. Y más que nada, conocemos a esos pequeños virus. Los conocemos y los amamos, porque en ellos quizás se esconda la clave de la vida, de nuestros orígenes cósmicos.
Betelgeuse es una estrella enorme, 20 veces más masiva que el Sol. Su denso núcleo induce una fusión nuclear muy eficiente, lo que hace que su vida sea corta.
Uno de los estallidos sociales más trágicos de la historia fue el marco en el que Johannes Kepler, hace cuatrocientos años, publica su libro Harmonices mundi. Allí, entre especulaciones religiosas y místicas, encontramos profundos resultados matemáticos y físicos que iluminaron con fuerza el camino de la revolución científica.